por Sebastián Pereyra, Sociólogo. Su
último libro es Política y transparencia. La corrupción como problema político,
Siglo XXI, Buenos Aires, 2013
La corrupción alcanzó
estatus de problema político durante los años 90, como parte de un fenómeno
global. ¿Cuál es su magnitud en Argentina? Es imposible saberlo, pues las
mediciones son complicadas y contradictorias. Lo que importa no es tanto cuánta
corrupción hay sino por qué se volvió intolerable.
Cuándo comenzó la corrupción? Nos hemos acostumbrado a pensar que las
denuncias de corrupción se instalaron en Argentina a partir de los escándalos
que surgieron a lo largo de la década menemista. Sin embargo, existe una fuerte
afinidad entre el neoliberalismo y los discursos contra la corrupción. El
propio gobierno de Menem fue el impulsor, en sus primeros años, de una crítica
en términos de corrupción a los modos de intervención y regulación del Estado
en la economía. En efecto, el recurso a la denuncia de corrupción para
fundamentar los procesos de privatización de empresas públicas y la
racionalización de organismos estatales fue una práctica recurrente, y es por
eso que resulta paradójico que la corrupción se volviera luego contra el propio
gobierno, a punto tal de que se ha convertido en una de las imágenes con que el
sentido común evoca esa década.
Pero la lucha contra la corrupción no es un invento
argentino. El interés en este tema, sobre todo en el ámbito de los organismos
internacionales y de cooperación, se despertó en los años 90. Ese interés,
además de consolidar un importante espacio para el desarrollo profesional,
produjo una serie de nuevas herramientas y recomendaciones. La definición del
“problema de la corrupción” a nivel internacional fue adquiriendo, con el
correr de la década, contornos cada vez más claros, vinculándose a los debates
sobre la consolidación de la democracia, por un lado, y a las reformas de libre
mercado, por otro.
En este marco, el problema de la corrupción ha
tendido a globalizarse. Los estudios sociales clásicos solían definir a la
corrupción como una cuestión típica de los países en vías de desarrollo, como
un resabio de los procesos de modernización. Algo de eso persiste hoy en la
mirada de los organismos internacionales, instituciones largamente abocadas a
producir discursos sobre la corrupción para los países de América Latina y de
la ex Unión Soviética. Esa visión se apoya en la idea de que los países
centrales son principalmente exportadores de corrupción. Sin embargo, los
términos de esa división internacional del trabajo han sido muy cuestionados,
así como la tesis de que las democracias más consolidadas eran inmunes al
problema. En este sentido, la década de 1990 representa un hito: en esos años
se registra un aumento de las denuncias en diversos países, uno de cuyos rasgos
más notables es la incorporación definitiva de los escándalos de corrupción a
la vida política.
Así sucedió en América Latina. En países como Brasil,
Perú o México las denuncias de la corrupción generaron importantes
consecuencias institucionales, que llegaron incluso al desplazamiento del
presidente, y en otros países, como Argentina, dejaron una huella indeleble.
Pero los escándalos se extendieron más allá del mundo en desarrollo. Tanto
España y Portugal como Italia y Francia, por nombrar sólo algunos ejemplos
significativos, fueron sacudidos por el impacto de fuertes campañas
anticorrupción. En 1992 en Italia se produjo un fenómeno novedoso y resonante a
la vez, cuando se constituyó una coalición de juristas que emprendieron una
auténtica campaña judicial contra la corrupción política (“manos limpias”).
Algo similar ocurrió en Francia, donde se desató una verdadera rebelión de los
jueces de instrucción contra la clase política.
Aunque las cruzadas anticorrupción tendieron a
multiplicarse durante los 90 en prácticamente todo el mundo, los casos
nacionales presentan importantes diferencias: mientras que en los países
europeos las coaliciones anticorrupción estuvieron encabezadas por jueces, en
los países latinoamericanos la iniciativa recayó más bien en los profesionales
del derecho nucleados en ONG y en los periodistas.
La magnitud del fenómeno
A diferencia de lo que sucede con otros temas, como la inseguridad y el desempleo, carecemos por completo de mediciones que permitan objetivar las representaciones que existen sobre la corrupción. Quizá lo único parecido sean los escándalos en los que se ponen de manifiesto conductas o formas de intercambio ilegales o ilegítimas y en los que se ofrecen pruebas para el juicio del público acerca de –digamos– la intensidad o la magnitud del fenómeno. Pero un escándalo o una serie de escándalos son, como medida de una tendencia, poco significativos en comparación con indicadores cuya evolución puede medirse estadísticamente a lo largo del tiempo.
De manera intuitiva, podríamos pensar que una
simple correlación vincula las denuncias y las preocupaciones ciudadanas con
una mayor incidencia de los actos de corrupción. Pero ese vínculo supuesto por
la crítica no ha sido corroborado, y difícilmente pueda serlo. Insistimos: no
existen mediciones confiables sobre los niveles de corrupción en los países. No
sabemos, ni podemos saber, si la corrupción (¿de qué tipo?) se ha incrementado
o no (¿en comparación con qué?), y en qué medida lo ha hecho. Lo que es seguro,
en todo caso, es que se ha constituido en un problema público en Argentina a
partir de los años 90, y que ese proceso puede ser objeto de un análisis
detallado. En otras palabras: lo importante no es tratar de analizar si la
corrupción aumentó o no, sino preguntarse por qué se volvió intolerable.
La crítica hacia la actividad política se ha vuelto un rasgo persistente
de la vida democrática, tanto en los países periféricos como en los centrales.
Por ejemplo, las encuestas de opinión en Francia mostraban en el año 2000 que
el 64% de los ciudadanos pensaba que la mayoría de los políticos eran
corruptos. El World Values Survey muestra que en 2006 el 80% de los ciudadanos de
los países centrales manifestaba poca o nula confianza en los partidos
políticos. En la encuesta Latinobarómetro realizada en 2001, el 74,6% de la
población latinoamericana contestó que la corrupción era un problema muy serio
en su país. En Argentina, esa percepción era compartida por el 88% de los
encuestados en 1997 y ascendía a más del 94% en 2001. Entre 1997 y 2002, cerca
del 90% de los encuestados consideraba que la corrupción había “aumentado
mucho” en el último año.
El panorama cambia, sin embargo, cuando la evaluación se pone en
perspectiva con otros problemas. Así encontramos que en Argentina entre 1995 y
2004 la corrupción representaba el principal problema sólo para el 10% de la
población. Aunque esa proporción aumentó en forma considerable hasta llegar al
18% en 2002, se mantuvo muy por debajo de otras preocupaciones, en particular
respecto de la desocupación. En 2010, sólo el 2,6% de los encuestados
consideraba que la corrupción era el principal problema del país. Algo similar
ocurre cuando consideramos no ya la percepción sobre el aumento de la
corrupción, sino el contacto directo con los casos de corrupción: frente a ese
tipo de preguntas, las respuestas son mayoritariamente negativas. En 2010, por
ejemplo, apenas un 5% de los argentinos manifestaba que un funcionario público
le había solicitado una coima en el último año.
Una de las herramientas de medición más conocidas
es el Índice de Percepción de la Corrupción (CPI) elaborado por Transparencia
Internacional, que permite clasificar en un ranking a casi doscientos países.
Además de inducir a una confusión entre percepción y medición, el índice ha
sido cuestionado porque recurre centralmente a consultoras financieras para realizar
las evaluaciones, lo cual genera un fuerte sesgo que refleja lo que podríamos
llamar genéricamente el punto de vista del mundo de los negocios. Según esta
medición, en 2012 Argentina se ubicaba en el puesto 102, mientras que Chile,
por tomar un ejemplo cercano, se ubica en el 20. ¿Argentina es un país mucho
más corrupto que Chile? Desde este punto de vista sí, pero la información sólo
da una pauta de la percepción. La otra gran herramienta de medición
producida por la misma organización es el Barómetro Global de la Corrupción,
que consulta a las personas sobre su exposición a casos de corrupción. Los
datos de 2013 indican que, mientras que en Argentina entre un 2% y un 7% de los
encuestados (dependiendo de las áreas de gobierno) reconocía haber pagado un
soborno en los últimos doce meses, en Chile esa proporción se ubicaba entre el
3% y el 11%, y en EE.UU. entre el 6% y el 15%. Las percepciones no siempre
coinciden con las prácticas.
La interrupción de la política
La política democrática es conflictiva y las denuncias de corrupción forman parte rutinaria y cotidiana de ella. Sin embargo, los escándalos se caracterizan justamente por sacar a la política de su flujo cotidiano, por interrumpirlo. Esa interrupción está vinculada principalmente al hecho de que la corrupción pone en cuestión los roles y el estatus asignados a los actores políticos. Su potencial degradante hace que nadie sepa si terminará parado en el mismo lugar en el que estaba cuando todo comenzó.
Los escándalos son, en definitiva, un modo de
infligir un castigo, principalmente en virtud del juicio de la opinión pública.
Suponen un riesgo de degradación que implica principalmente a quien es
denunciado, pero que potencialmente puede afectar también al denunciante. En el
escándalo, el denunciante apela directamente al público; la justicia se ejerce
en el propio escándalo. Asimismo, a diferencia de la lógica judicial, que es
preponderantemente individualista, el escándalo puede impartir justicia sobre
un colectivo. Los escándalos representan una arena en la que se disputa el
estatus social de los distintos personajes en una dinámica que va de la
consagración a la degradación.
El análisis de los escándalos permite observar cómo
la imposición de nuevos patrones morales afectó la evaluación de la actividad
política. Si por un lado los escándalos reafirman nuevos significados sobre el
modo correcto de comportamiento de los dirigentes, por otro favorecen la
capacidad de nuevos actores –centralmente de los periodistas y los
profesionales del derecho– para enjuiciar a la actividad política. Sucede que,
a la hora de definir el problema de la corrupción por la vía de la designación
de casos concretos, expertos y periodistas resultan ser los mejores
denunciantes. Esas denuncias resultan creíbles en la medida en que quienes las
formulan no forman parte del campo de la política profesional (de donde,
curiosamente, proviene la mayor parte de la información que las nutre). En ese
sentido, más allá de que las denuncias se hayan incorporado como un recurso más
a la disputa política, son otros actores, y no los políticos profesionales,
quienes resultan favorecidos.
La dinámica de los escándalos refuerza entonces la
figura de los denunciantes que no provienen del mundo político, y que aspiran a
erigirse en agentes moralizadores y defensores del bien común frente a una
actividad que es definida como degradada y orientada al interés particular.
Ello cuenta también, paradójicamente, para quienes intentaron, desde la propia
actividad política, diferenciarse de sus colegas de los partidos tradicionales.
La política profesional no ha sido ajena a la producción de denuncias de
corrupción, en particular en los intentos de creación de espacios políticos de
centroizquierda (Frepaso) y centroderecha (Acción por la República) durante los
años 90.
Finalmente, los escándalos tienen la importancia
fundamental de producir pruebas orientadas al juicio de la opinión pública. En
la sumatoria de casos nos encontramos con que la corrupción puede ser remitida
a ciertos personajes y hechos específicos. Puede ser vinculada a narraciones
que hacen del problema algo palpable y comprensible, materia de castigos y
redenciones, un escenario con personajes que representan el papel del político
corrupto en contraposición con la figura de los ciudadanos honrados. En cierto
modo, la difusión de escándalos genera un efecto que permite
des-responsabilizar a otros actores sociales en el problema de la corrupción.
Los escándalos han perdurado –con intensidad
variable– hasta nuestros días. Sin embargo, existe una diferencia fundamental
entre los escándalos de los 90 y los actuales, que se explica a partir del
impacto de la crisis del 2001. Durante los 90, los escándalos crecieron como
una forma novedosa de intervenir políticamente, ubicándose fuera de la política
profesional. Tenían la potencia que derivaba de un cierto halo de neutralidad
respecto de la política que los denunciantes reivindicaban de manera
permanente. Esa idea de neutralidad, de prescindencia, se volvió mucho más
difícil de sostener luego de la crisis del 2001 y el ascenso político del
kirchnerismo, cuando se configuró un escenario de fuertes clivajes políticos en
relación con los cuales la neutralidad es permanentemente cuestionada. En ese
contexto, los escándalos actuales, entendidos como fenómenos comunicacionales,
es decir más allá de su confirmación judicial, tienen un techo, ya que se
dirigen a públicos que están fragmentados y escindidos por clivajes previos y
más profundos. En otras palabras, cada escándalo le habla a su público.
Los cambios de la protesta
¿Cuál es la incidencia de las denuncias de corrupción en las elecciones? Pese al fuerte impacto en la opinión pública, la percepción sobre la corrupción no parece incidir directamente sobre los comportamientos electorales. Sí pueden impactar en las chances de los personajes denunciados, por ejemplo al ser descartados como potenciales candidatos o funcionarios, pero sin duda son muchos los criterios que guían a la sociedad a la hora de definir su voto y no se limitan al tema de la corrupción.
Menem, por ejemplo, fue reelecto en octubre de
1995, pocos meses después de que se desatara el escándalo por el contrabando de
armas, con una mayoría más amplia que la de mayo de 1989. Algo similar ocurrió
en 1993 con la elección de Erman González como diputado por la Ciudad de Buenos
Aires: dos años antes, en 1991, Erman se desempeñaba como ministro de Economía
cuando se desencadenó el Swiftgate. Quizá el contraejemplo sean las elecciones
legislativas de octubre de 2001, en las que se popularizó el denominado “voto
bronca”, y que tuvieron lugar luego de que estallara el caso de las coimas en
el Senado. Pero hay que considerar también que ese proceso había llevado a una
descomposición de la coalición gobernante y que los comicios tenían lugar en un
contexto de profunda crisis económica, luego del recorte del 13% de
jubilaciones y salarios públicos, de la creación de las monedas provinciales,
etc.
Más que como una fuente de conflicto específica, la
corrupción es un plus que se agrega sobre diversos tipos de tensiones que
tienen una dinámica propia. Ejemplo de ello es el vínculo entre corrupción y
protesta social. No obstante la indignación que produce, la corrupción no se
tradujo, en Argentina, en una motivación directa para la movilización. No se han
registrado casos de movimientos o experiencias de movilización ligados a los
episodios de corrupción más publicitados.
Sin embargo, si se mira la evolución de la protesta
social en las últimas décadas puede comprobarse que la corrupción se ha
incorporado progresivamente al lenguaje de la movilización como un elemento
importante. Esa presencia es muy significativa, desde las emblemáticas
puebladas de los años 90 en el interior del país, en Cultral Có y Tartagal,
hasta los recientes cacerolazos de los sectores medios, pasando por la crisis
de 2001. Ese registro puede darnos idea de hasta qué punto el discurso –o los
discursos– contra la corrupción se fueron incorporando al sentido común,
produciendo modificaciones en las prácticas y en el vocabulario de la protesta.
Esto se verifica, a su vez, en un proceso de
creciente distanciamiento –marcado por la desconfianza o incluso el franco
rechazo– entre los sujetos de la movilización y la clase política. Los 90
representan el momento crucial en la escenificación de esa brecha que, con
matices y algunos cambios importantes, continúa.
En suma, la percepción de la corrupción agrega un
“plus de dramatismo” a las experiencias de movilización. La política, así,
lejos de constituir una vía para la canalización de las demandas sociales, se
constituye en el objetivo de la intervención de los manifestantes contra lo que
consideran son los símbolos del poder y el privilegio. En algunos casos, la
corrupción –o, mejor dicho, las demandas contra la corrupción– alimentan la violencia,
la ira y la indignación; en otros casos, sirven para que los colectivos que
surgen de los procesos de movilización se diferencien, adquieran cierta
particularidad e identidad propias. Así ocurrió en los estallidos sociales en
las provincias argentinas durante los 90, de los cuales el Santiagueñazo de
1993 fue uno de los ejemplos más significativos, o con los propios piqueteros
en los grandes cortes de ruta en el sur y el norte del país a mediados de esa
década. En este sentido, el vocabulario de la corrupción incorporado a la
protesta permite entender de qué modo la actividad política es percibida en
términos personales, inorgánicos y, finalmente, desligada de un discurso
ideológico estructurado.
Las aristas del problema
La insistencia sobre la corrupción parece oscurecer algunos elementos que la vinculan con dimensiones políticas y económicas que quizá convenga explicitar. ¿Cuáles son los ámbitos principales en los que interviene esta transformación del vocabulario político? ¿Qué elementos del funcionamiento democrático se volvieron ilegítimos? ¿Cómo resolver esos problemas de legitimación?
El problema de la corrupción tiene varias aristas.
En términos democráticos, se presenta como un problema de representación, de
relación entre gobernados que no confían y buscan ejercer un control activo
sobre quienes los gobiernan. En términos republicanos, aparece como una crisis
del imperio de la ley: los políticos, en tanto clase, cuerpo profesional o
elite, escapan a la coacción que el ordenamiento jurídico ejerce sobre el resto
de la sociedad. En términos económicos, la corrupción es un costo que se impone
al despliegue de las fuerzas del mercado y que limita el crecimiento. Por
último, la corrupción se presenta a partir de rasgos estrictamente morales: el
desempeño de los funcionarios no se evalúa a la luz de los criterios de
legitimidad política sino también a partir de su capacidad de demostrar un
comportamiento ético en todos los ámbitos de la vida.
Frente a ello, la corrupción como crítica de la
política remite directamente a los escándalos, transformados actualmente en una
de las figuras centrales del conflicto en la vida pública. Cuando el discurso
político pierde los contenidos ideológicos y programáticos típicos de la
política de partidos, la denuncia forma parte de las estrategias de degradación
del adversario. Las personas –los personajes– adquieren una destacada
centralidad. En este contexto, su estatura moral y su credibilidad se
transforman en capitales políticos vitales en la lucha por el poder, aunque no
siempre alcancen para ganar elecciones.
Fuente: Le Monde Diplomatique
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