Llegó a la finca hace doce años como quién no quiere la cosa. Acaso
despistada, mezcla de abandono y curiosidad. Me dio la bienvenida al Pago
apoyándose sobre unos de los postes que recién había pintado de color rojo. Su
amasado posterior y las marcas de sus manos todavía las conservo en mi pantalón
de trabajo. En cosas de pintura estaba cuando la vi por primera vez. Hacía
pocos días que nos habíamos radicado en el pueblo y una de las labores
planificadas era armar un sitio apto para la cría de ponedoras; los postes iban
a servir de columnas para luego fijar el alambrado. Las manos y el pelaje de la
gata quedaron de ese modo y durante varios días con múltiples y gruesas marcas
bermellón que daban fe de su altruista y desinteresada compañía. La gata nunca
se decidió por un hospedaje definitivo. Era una suerte de embajadora itinerante
de dulzura. Iba y venía, no sabíamos de
su destino cuando emigraba pero estábamos seguros que para las cosas
importantes de la vida la vieja no dudaría al escoger. Y así fue durante los
doce años en los cuales nos regaló su presencia. Una rutina estudiada, casi
burocrática. Dos veces al día venía por sustento sabiendo que en casa
encontraría variedad y calidad: restos de pollo, pescado y carne, y por
supuesto una buena ración de alimento balanceado. Cuando mostraba satisfacción
pedía de inmediato puerta para abrazarse a su libertad y de alguna manera nos
exponía que la idea de afectarse individualmente con el resto de las mascotas
no era de su agrado. Y dijimos cosas importantes. Fue mamá en casa. Tuvo dos
hembritas las cuales amamantó hasta quedar exhausta. Una de ellas, Francisca,
tricolor como su madre, es una incondicional de la finca y se muestra oronda ante
una salud que resulta la envidia del resto de la manada ya que es la única que
tuvo la suerte de aprovechar a pleno su condición de hija. La otra hembrita,
blanca y elegante, se la regalamos a una vecina que luego se mudó, en
consecuencia, la perdimos de vista. Durante esos tres meses de estancia
maternal se la vio dispuesta a la querencia, responsable y rectora. Las dos
crías eran apasionadamente caprichosas y desvergonzadas, de modo que su trabajo
preceptor fue sumamente desgastante. Cuando consideró que era momento de cortar
el cordón umbilical con las cachorras regresó a sus aventuras sin dejar de
tener en cuenta sus obligaciones maternales. Luego de su parición y pasadas
algunas semanas establecimos con ella una política de control de natalidad de modo
que el tratamiento era darle media pastilla anticonceptiva todos los sábados.
Jamás faltó a la cita y se mostraba dispuesta. Su puntualidad nos asombraba. La
rutina de la gata era nuestra rutina. Lo cierto es que ese programa lo hicimos
extensivo con posterioridad a todas las hembras que hoy habitan el predio
llevando el debido control por medio de una grilla que tenemos pegada en el
almanaque de la cocina. Vamos tildando por fecha al lado de cada nombre apenas
constatamos la debida ingestión de la píldora. Por eso nos preocupó cuando hace
dos meses se ausentó por el término de veinte días. Ya la dábamos por perdida y
más teniendo en cuenta que durante esa ausencia fuertes tormentas asolaron
Guisasola. La sabíamos vieja y débil. Su búsqueda infructuosa nos sumió en un
desconsuelo terminal… Pero como antes mencionamos, sus cosas importantes las
resolvía en casa. Cierta tarde de hace mes y medio ingresó sigilosamente por la
puerta principal de la finca apenas la torneamos como tantas veces hacemos en
pos de ponerle algo de orden a la manada canina. Llegó de manera lenta, herida,
sangrante desde una de sus orejas. De inmediato y durante varios días el agua
oxigenada, el Pervinox y varios pomos de cicatrizantes comenzaron a desplegar
su logística. En ese sentido Dora es sabia en la materia. La habitación que
tenemos destinada para las visitas fue el centro de descanso y curaciones. No
había mejoría, le costaba comer a pesar de que Dorita le dedicaba tiempo y
esfuerzo en función de molerle cada ración de alimento, sea este balanceado o
natural. Lo que parecía una simple y espantosa herida se transformó el algo
peor de lo cual nos enteramos ante la visita del veterinario: un tumor interno
cerebral en su hemisferio derecho, ya completamente ramificado, había dado muestras
externas de su existencia. A poco que los días pasaban su debilitamiento se
pronunció inexorable, hasta su semblante comenzó a pintar una acuarela de
difícil descripción. Incipiente y progresiva ceguera, morro indescifrable,
cierta sordera, dificultades extremas para movilizarse. Sin duda alguna, las
cosas importantes de su vida las hizo con nosotros. Ocurre que cuando una
familia decide tener abiertas las puertas de su casa para que los gatos escojan,
no queda más remedio que aceptar y rendirse ante la múltiple ternura de la
presencia y el recurrente dolor ante la ausencia. La vieja se alimentaba en
casa, en casa parió y se recibió de mamá, y a casa vino a morir no sin antes
regalarnos esos pocos momentos de salvaje dulzura que aún el tumor le permitía
recordar. Se fue ayer a las once y media de la noche, y lo hizo de la misma
manera que había llegado doce años atrás. ¿Cómo lo sé? No lo sé, deseo que así sea. Tuve que ir al
baño, de paso fui hasta la pieza para ver como estaba. Ya no había nada que
hacer, consideró que ese momento era el momento, sospecho que se fue contenta,
quince minutos antes Dorita le había dado el último beso, el más difícil de dar.
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