LAS DESIGUALDADES DE VIDA Y
MUERTE por Vicenç Navarro, Catedrático de
Políticas Públicas. Universidad Pompeu Fabra, y Profesor de Public Policy. The
Johns Hopkins University
Una de las
situaciones más preocupantes que se está dando hoy en el mundo es la existencia
de grandes desigualdades en indicadores sociales tan importantes como los años
de vida y la edad de muerte de las personas pertenecientes a distintos países y
a diferentes clases sociales dentro de cada país. La disparidad en la esperanza
de vida (es decir, los años que se estima que una persona vivirá) entre países
pobres y países ricos es conocida y recibe atención mediática. El hecho de que
un ciudadano de Sierra Leona en África viva como promedio 27 años menos que una
persona en Japón es un dato importante que moviliza a la comunidad
internacional que se considera sensible a los derechos humanos, entre los
cuales el derecho a la vida es uno de los centrales (ver Therborn, G., The Killing Fields of Inequality,
Polity Press, 2013). Ahora bien, lo que se conoce y reconoce menos son las
enormes diferencias existentes en la esperanza de vida dentro de los países,
tanto ricos como pobres, diferencias que en ocasiones son incluso mayores que
las existentes entre países ricos y países pobres. Así, según Therborn, en
estudios epidemiológicos llevados a cabo con gran rigor en la ciudad escocesa
de Glasgow, se ha visto que la diferencia del promedio de años de vida entre
los barrios más pobres y los más ricos de aquella ciudad industrial de Escocia
es de 28 años, una cifra mayor que la diferencia existente entre Japón y Sierra
Leona. Incluso en Suecia, uno de los países con menos desigualdades sociales en
la Unión Europea de los Quince (UE-15), la diferencia en el promedio de años de
vida entre los barrios ricos y los pobres es mayor que la existente entre
Suecia (país rico) y Egipto (país pobre). En España tales diferencias de
esperanza de vida también se dan. Una persona que vive en el barrio pudiente de
Sant Gervasi, en la ciudad de Barcelona,vive ocho años más que una persona que
vive en un barrio obrero como el Raval, en la misma ciudad.
Y esta diferencia
–como también escribe Therborn– ha ido aumentando, en parte como consecuencia
de que, en general, la población más pudiente ha ido viviendo más años. Pero
esta no es la única causa. En muchos países, otra causa es que los años de vida
de las clases menos pudientes se han ido reduciendo, lo cual apenas tiene
visibilidad mediática. En realidad, el crecimiento tan masivo del desempleo que
está teniendo lugar en Europa (y que adquiere su máxima expresión en los países
del sur de Europa, como España) está teniendo un impacto negativo en los años
de vida de la población, primordial, pero no exclusivamente, entre sectores de
la población como la desempleada y en paro. Ello está ocurriendo incluso en
algunos países escandinavos del norte de Europa, como Finlandia. En realidad,
se ha calculado que como consecuencia de la crisis actual, ha habido en Europa
un aumento de 8.000 suicidios (desde el inicio de la crisis en 2007 al 2010).
Así, extrapolando estos datos al periodo 2015-2019, se ha calculado que,
añadiéndose otras causas de muerte, además del suicidio, habrá un incremento de
la mortalidad de más de 235.000 muertes, y ello como consecuencia de la
continuidad de la crisis, la misma crisis que se calcula provocará un aumento
de 9,5 millones de parados durante el mismo periodo.
¿Por qué ocurre esto?
Ni que decir
tiene que ha habido muchos trabajos científicos orientados a analizar por qué
hay un gradiente de mortalidad según la ubicación de la población en la escala
social (es decir, según la clase social a la cual la gente pertenece). La gran
mayoría de los estudios se han centrado en las diferencias de comportamiento
que existen entre clases sociales en hábitos de vida tales como el fumar, la
dieta, el ejercicio físico y otros factores considerados, con razón, variables
importantes para explicar la esperanza de vida de un individuo. Pero lo que es
mucho más importante y mucho menos conocido es que estos factores, aunque
importantes, son dramáticamente insuficientes para explicar las diferencias en
la esperanza de vida que existen en la población. En realidad, cuando se
compara la esperanza de vida de la población que tiene los mismos hábitos (es
decir, que come igual, que fuma igual, que hace el mismo ejercicio, y otros
factores que influencian los años de vida de una persona), agrupando a las
personas por su clase social, se ve que el gradiente de mortalidad por clase
social continúa. La influencia de los hábitos de una persona para explicar sus
años de vida es menor a la que tiene su ubicación dentro de la escala social. Y
puesto que la gran mayoría de la población muere en la misma clase social en la
que nació, resulta que la variable más importante para explicar la esperanza de
vida es la clase social en la cual el individuo nace y a la cual pertenece.
Ello explica que
se hayan hecho estudios para averiguar qué hay en esta ubicación que explique
la mortalidad diferencial por clase social. Y la evidencia existente es
abrumadora de que una de las variables más importantes para explicar los
distintos promedios de años de vida es la sensación de control y satisfacción
que la persona tiene sobre elementos clave de su vida, tales como el trabajo
que uno tiene. La posibilidad de creatividad que este trabajo permite, el
sentimiento de ser tratado justamente o injustamente, y el apoyo y soporte así
como la seguridad laboral y protección social que recibe son factores más
importantes para explicar la esperanza de vida que los hábitos que las personas
tienen.
Esta evidencia
existe desde hace años. Ya en los años 70, en EEUU, estudios de los centros de
investigación sanitaria más importantes del país (los famosos NIH) mostraron
que la variable más importante para explicar la esperanza de vida de las
personas (por encima de 65 años) era la satisfacción que estas habían tenido
con el trabajo que habían hecho a lo largo de su vida.
A pesar de la
evidencia acumulada durante todos estos años, poco se ha hecho al respecto a
los dos lados del Atlántico Norte. Y la razón para explicar esta escasa
atención es que las políticas públicas que se requieren para aumentar la
esperanza de vida pasan no solo por cambios en los hábitos de consumo y estilo
de vida, sino también por cambios en las relaciones de poder basadas más en el
mundo del trabajo y de la producción que en el área de consumo. Son soluciones
que requieren respuestas colectivas más que individuales y que afectan las
coordenadas de poder existentes en un país. Para los establishments financieros
y económicos (que tienen una enorme influencia política y mediática) es más
fácil y menos conflictivo decirle al ciudadano que tiene que dejar de fumar que
no que tiene que cambiar las relaciones de poder en el mundo de la producción
(a lo que claramente se opondrán tales establishments). Decirle que tiene que
organizarse y movilizarse para conseguir más poder en la sociedad, cambiando la
naturaleza, por ejemplo, del trabajo, para que este se convierta en un
instrumento de placer y creatividad, en lugar de un instrumento para permitir
la optimización de los intereses de los que controlan el trabajo es otro
cantar. De ahí que se dé mucha más prioridad a campañas anti tabaquismo (que
son útiles y necesarias) que no a intervenciones públicas encaminadas a reducir
las desigualdades basadas en la ubicación social de las personas y la naturaleza
de su trabajo además de su consumo (que son incluso más importantes). Y ello a
pesar de que, como han documentado Joan Benach, Carme Borrell, Carles Muntaner,
Montse Bergara y otros investigadores españoles, conseguir que las rentas
inferiores tuvieran las mismas tasas de mortalidad que las personas de rentas
superiores permitiría salvar más vidas que el alcanzar que todas las personas
dejaran de fumar. En ciencia hay temas más priorizados que otros, debido a las
relaciones de poder (incluidas de clase social, además de género) existentes en
un país.
Fuente: Diario
Público de España
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