Elogio del desacato (Fragmento)
por JOSÉ RAMÓN BLÁZQUEZ para
Deia- Bilbao - España
La
desobediencia cambió el mundo y lo transforma cada día. Derribó tiranías, batió
complacencias, descompuso dogmas y hoy se enfrenta a sutiles enemigos mucho más
peligrosos que los viejos dictadores y los míticos dioses a los que sirvieron y
adoraron los siglos. En su mejor versión verbal se llama rebeldía y es el
derecho latente al ensanchamiento de la libertad real, incluyendo la
impugnación de la legalidad y la disposición a enfrentarse a las amenazas que
se ciernen sobre aquella en forma de normas abusivas y poderes intocables
revestidos de legitimidad democrática y hasta de amable apariencia. Jamás en la
historia estuvo el ser humano más controlado que ahora y nunca tan condicionado
por resortes invisibles; pero también nunca como hoy las personas tuvimos más
oportunidades de vencer. Existe el derecho al desacato.
La ley es el problema. No la ley genérica que emana
de la representación popular y sirve de marco de convivencia y zona de
equilibrio social, sino la ley cruelmente impuesta, creada al servicio de los
más fuertes, la ley castrante que consagra la vigencia de las fechorías de la
historia, la ley tramposa que juega con cartas marcadas para beneficiar a unos
y perjudicar a otros siendo iguales; la ley que sostiene la injusticia… la ley
que bloquea la democracia.
¿Y qué es hoy la insurrección? Un oficio romántico
pero impracticable. Para el sistema, a lo más, es el aplauso y la emoción por
una gesta titánica narrada en una película o novela, pero imposible de llevar a
la práctica real; un sueño, un acto de entretenimiento. Como en la publicidad:
solo es imaginable rebelarse para cambiar de Coca-Cola a Pepsi, de marca de
coche o pasar de Windows a Apple. Juegos infantiles y devaneos bobos del
espíritu democrático. Y, sin embargo, todos los días hay subversiones: el
Estado orilla sus propias normas, se paralizan cumplimientos jurídicos, se
desobedece a conciencia, se atacan los derechos, se violenta a las personas y
se ejerce la injusticia y la desigualdad. ¿Existe algo más absurdo y
surrealista que pleitear con la Administración -el contencioso- que usa los
recursos públicos como defensa y ataque simultáneamente frente a los ciudadanos
ofendidos por la ley?
Pero el derecho al desacato es un método, no un
fin. Es el impulso de una necesidad de cambio que el poder se empeña en taponar
para subsistir con sus reglas tramposas. Todas las transformaciones históricas,
sin excepción, estuvieron precedidas de períodos de rebeldía con mucho
sacrificio humano y todas se hicieron contra la invocación de la inmutabilidad
del sistema en vigor, del rey o la ley. Los marcos legales se resisten a
variar, se autojustifican en su permanencia artificial. Los cambios tienen en
el desacato su precursor. No hay necesidad de revertirlo todo, sino lo
inservible e injusto. La libertad es un impulso poderoso que, en su lúcida
inteligencia, es capaz de percibir lo que la oprime. Y frente a ese agobio,
primero es la denuncia y después, la subversión.
Es hermosa la rebeldía cuando se tiene la razón, el
entusiasmo de la libertad y el respaldo de la mayoría. Cuando la ley se
convierte en yugo y la libertad está sometida a la perversión normativa, está
justificado el desacato. Prácticamente, no hay más alternativa.
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