El que quiera
refugiarse en el catastrofismo tiene un puerto seguro donde recalar. Puede
seguir, diariamente, destacando los descalabros del mundo de hoy, entre
guerras, miserias, crisis económicas, inestabilidades políticas o amenazas
medioambientales, entre otros.
Total, el
capitalismo, aun triunfando en la Guerra Fría, no ha logrado retomar un ciclo
expansivo de la economía. Al contrario, en el centro mismo del sistema, en sus
regiones más ricas, ya hace seis años que una crisis profunda destruye el
Estado de Bienestar social, su mejor construcción histórica. Las economías
norteamericana y europea no tienen horizonte para volver a crecer y están
contagiando sus tendencias recesivas al conjunto del sistema.
La hegemonía
imperial norteamericana tropieza en un mundo de guerras cada vez más
prolongadas, brutales y sin perspectivas de paz. Afganistán, Irak, Libia,
Siria, Palestina, entre otros, son epicentros de guerras cada vez más
sangrientas, sin que ninguna instancia intervenga para buscar soluciones de
paz.
En un mundo de
riquezas, la miseria, la pobreza, la exclusión social y la desigualdad no hacen
más que multiplicarse. Desde Europa hasta África, pasando por Asia y países de
Latinoamérica —México, por ejemplo—, la situación social sólo va a peor.
Un catastrofista
puede, desde su ventana —o desde su ordenador— escribir su diario del fin del
mundo con fértiles materiales: el mundo está al borde de una crisis ambiental
que lo llevará a la desaparición; el capitalismo presenta un escenario de
estancamiento, de predominio de la especulación sobre la producción, de
eliminación de empleos formales y de derechos sociales en general. Hay quien
dirá que eso terminará en 50 años, sin decir qué vendrá luego ni cómo se daría
ese final.
Total, el mundo
es un plato lleno para el castrastrofismo. Las denuncias proliferan por todas
partes. Hay generaciones de cronistas del caos que nunca han construido nada,
cuyas denuncias son reiteradamente desmentidas por la realidad, sin que cambien
sus posturas.
El catastrofismo
le hace el juego al mantenimiento del estado actual del mundo —catrastrófico,
por cierto—. Busca descalificar todo intento —sea real o no— de construir
alternativas que serían y son fatales para los catastrofistas. Parece una
posición radical, intransigente, profunda, pero en realidad es una posición
conservadora, resignada, que transita entre el escepticismo y el cinismo.
Es cómodo, se
exacerba la crítica radical de todo lo existente —”nada es mejor, todo es
igual”, como canta Cambalache—. Pero es una invitación a la inactividad, que
logra a veces conquistar a jóvenes que, precozmente, asumen actitudes de
renuncia, aceptando la realidad con su complejidad y sus contradicciones.
El catastrofismo
no es el resultado de un análisis, es una postura psicológica, cómoda, perezosa
para encarar la realidad. Tiene, como efecto, restar fuerzas —intelectuales y
políticas— a la lucha por trasformar la realidad.
Toda visión
catastrofista adolece de agarrar una o varias tendencias reales, para
proyectarlas al futuro, sin considerar las siempre existentes contratendencias.
Ninguna tendencia catastrofista tuvo tanta difusión como la visión malthusiana
respecto a la expansión demográfica y la supuesta incapacidad para producir
alimentos en ese mismo ritmo. Una proyección que se reveló equivocada: hoy se
producen alimentos para el doble de la población mundial, pero muy mal
repartidos. A su vez, en varias partes del mundo hay decrecimiento demográfico.
Al igual que hoy
hay síntomas de contratendencias que terminan por desmoralizar las previsiones
catastrofistas. Sí, el mundo no está bien: guerras, miseria, contaminación,
pero pregúntenle a los chinos qué les parece la idea de que se va al peor de
los mundos. Y los chinos no son pocos. Pregunten a los brasileños si han
mejorado o empeorado de vida, si piensan que van a seguir mejorando o no, si
están contentos de vivir en su país. Pregunten a los bolivianos o a los
ecuatorianos.
Esos que han
mejorado se han opuesto y contradicen a los fatalismos, al pensamiento único, a
las fórmulas económicas que pretendían ser insuperables o a las previsiones más
pesimistas, catastrofistas. Porque todos los grandes cambios, los que mejoran
la vida de la gente, son hechos reales en contra de los catastrofismos.
Fuente: Diario
Público de España
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