PODEMOS Y EL POPULISMO
por Augusto Klappenbach Escritor y filósofo
Tristes tiempos estos en los
que hay que luchar por lo que es evidente. Esta frase fue escrita por
Dürrenmatt hace más de 30 años, y aunque probablemente podría aplicarse a
todos los tiempos, no cabe duda de que refleja exactamente lo que sucede en el
nuestro. Exigencias y propuestas que se basan en el más elemental sentido común
se descalifican aplicándoles el término que se ha puesto de moda en política:
“populismo”, que ya no sirve solo para calificar actitudes demagógicas sino que
se extiende a muchas propuestas que pretenden introducir algo de racionalidad
en nuestra vida pública.
¿Se puede calificar de
populismo exigir que el manejo de las finanzas sea controlado democráticamente?
¿Es populismo oponerse a regalar a los bancos y cajas de ahorro miles de
millones con cargo al bolsillo de los ciudadanos mientras se recortan servicios
sociales básicos? ¿Es populista pedir que la necesidad de vivienda para una
familia se anteponga al derecho de un banco a cobrar una deuda? ¿Constituye un
atentado contra el principio de realidad ofrecer asistencia sanitaria a quienes
la necesitan?
¿Es halagar los oídos del
pueblo exigir que la asistencia a la discapacidad tenga prioridad sobre la
financiación de organismos públicos inútiles, como el Consejo Asesor de la
Comunidad de Madrid, y tantos otros? ¿Es demagógico cuestionar los privilegios
de políticos y gestores que no tienen relación con el cumplimiento de sus
funciones, como los coches oficiales o las tarjetas de crédito, por ejemplo?
¿Es propio de un populismo sentimentalista hablar de un sistema que permite la
muerte de hambre en el mundo de más de tres millones de niños al año?
Con el término “populismo”
sucede algo parecido al término “antisistema”. Su significado todo lo abarca:
ambos términos pretenden incluir en estos calificativos desde propuestas
razonables y legítimas hasta violentas rupturas del orden democrático,
confundiendo intencionadamente ambas cosas. Por supuesto que existen populismos
destructivos. Desde el populismo nazi, que llevó la ruina al mundo con
unas cuantas ideas simples, hasta la proliferación de partidos europeos nacidos
de la crisis actual, algunos simplemente pintorescos pero la mayoría
violentamente racistas, xenófobos y antieuropeos, muchos de los cuales han
conseguido representación parlamentaria.
Pero si por populismo se
entiende la reivindicación de medidas que beneficien a las mayorías y
especialmente a los sectores menos favorecidos, el término, lejos de tener un
significado peyorativo, no hace más que definir el objetivo al que debería
dirigirse cualquier política razonable. Y si se considera antisistema todo
cuestionamiento a este sistema capitalista que concentra la riqueza cada vez en
menos manos, somos muchos los que aceptaríamos gustosos ese calificativo.
Creo que detrás de la
descalificación global del populismo, de los antisistema y de la utopía subyace
una ideología que podría formularse así: “Dejen ustedes la gestión de la vida
pública en manos de los profesionales con experiencia, que son quienes conocen
los complejos mecanismos del poder y la economía y no pretendan que el pueblo
llano determine el curso de la acción política”. Lo cual podría defenderse en
el caso de que esos profesionales hubieran logrado construir una sociedad
medianamente justa que atendiera a las necesidades de la mayoría.
¿Habrá que recordar que la
reciente crisis no fue precisamente obra del despilfarro de las clases
populares, que los problemas del sistema financiero que nos han obligado a
solventar fueron gestionados por sabios economistas, que los casos más graves
de corrupción no han sido protagonizados por ciudadanos de a pie? ¿Y habrá que
recordar incluso que nuestro sistema democrático está basado en el principio de
representatividad?
En un artículo publicado en Claves de Razón Práctica,
Daniel Innerarity afirmaba que tenemos una democracia abierta y una política
endeble. La democracia funciona bastante bien, si la entendemos como el espacio
en que los ciudadanos pueden hacer oír su voz, protestar, manifestarse,
asociarse y hasta intervenir directamente en cuestiones públicas. Pero la
política se muestra incapaz de dar cauce y coherencia a esas expresiones
populares.
La misión del pueblo llano no
consiste en proponer leyes y en organizar normativamente la vida pública; en un
sistema representativo tal misión corresponde a los políticos. De modo que
descalificar como populistas y demagógicas exigencias razonables porque no se
formulen en términos políticamente operativos, como están haciendo los grandes
partidos, implica renunciar a su tarea de representación, que implica traducir
esas exigencias a medidas concretas. Y dificultar aún más la traducción de las
aspiraciones democráticas a medidas políticas.
El caso de Podemos es
significativo. Es evidente que Podemos no se identifica con el movimiento 15-M
ni con las diversas mareas cromáticas. Pero no se puede negar que ese partido ha
surgido de esos movimientos populares y que buena parte de su programa haya
nacido en sus asambleas. De ahí que muchas propuestas de Podemos sean más democráticas que políticas, aun cuando
estén actualmente trabajando en su traducción.
¿Basta este origen para
descalificar a priori como populista todo
el programa de ese partido y para negarse a cualquier convergencia con él? Por
supuesto que es más cómodo descalificar en bloque un movimiento heterogéneo con
unos cuantos adjetivos que someter a crítica sus propuestas y estudiar su
viabilidad, sobre todo si muchas de esas propuestas ponen de manifiesto las
carencias y claudicaciones de los partidos “serios”.
El futuro de Podemos es aún una
incógnita y queda por ver si podrá superar el vicio tradicional de nuestra
izquierda: el sectarismo y la consiguiente fragmentación. Pero esa
descalificación global que propugnan incluso sectores de izquierda solo sirve
para que la política continúe sirviendo a intereses que poco tienen de
populares.
Por supuesto que esas
propuestas populares necesitan una gestión política nada fácil que implica la
intervención de técnicos y especialistas, a riesgo de quedarse en una
inoperancia declarativa. Y que algunas de las medidas necesarias no serán del
agrado del pueblo. Pero esa mediación, para ser democrática, debe basarse en el
principio de representatividad.
Frecuentemente se escucha a
destacados legisladores y dirigentes políticos decir que “la soberanía nacional
reside en el Parlamento”. Una afirmación que claramente se opone a la
Constitución, según cuyo artículo primero la soberanía nacional reside en
el pueblo español. Y no es lo mismo: la única misión de los representantes del
pueblo consiste en dar forma legal e institucional a las decisiones populares.
En esta confusión radica esa acusación indiscriminada de populismo a las
exigencias de la gente.
Cuando se incumple esa
representación, como en el momento actual, y la gestión de esa vida pública
defiende intereses ajenos a la mayoría de los ciudadanos que llevan a
concentrar los recursos de todos en manos de gestores financieros con poder
para determinar la acción política, no resulta extraño que proliferen los
populismos, algunos de ellos peligrosamente demagógicos, pero otros mucho más
razonables que algunos programas de partidos “respetables” y “realistas”. Cuyos
programas, dicho sea de paso, son un excelente ejemplo de “populismo”, si por
tal se entienden las promesas gratas al pueblo que se sabe que no se van a
cumplir.
Fuente: Diario Público de España
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