La
vida colectiva sostiene siempre una pregunta: “¿Quién es el autor de los magnos
crímenes?”. Sin certezas autorales se desmerece la vitalidad democrática, el
contrato de la vida en común. Es lo que nos está pasando y por eso precisamos
salir del pantano de las atribuciones apócrifas y de las especulaciones
furtivas. Cuando alguien se suicida, nos preguntamos de inmediato por sus pasos
previos, lo último que dijo, las señales que pudo haber dejado por el camino.
El suicidio es el momento de la voluntad final, voluntad a la que consideramos
disminuida, entorpecida (pues todo debería ser pulsión de vida) y al mismo
tiempo intuimos que hay allí un extraño coraje que no todos sabríamos encarar
(pues es la otra forma de fortalecer la voluntad, la superioridad de acabar
consigo mismo). Vacilamos en saber de qué está compuesto el suicidio. La muerte
del fiscal Nisman fue muy profusa en papeles, ahorrativa en señales y lacónica
en su espantosa ambigüedad. Primero se dijo suicidio, conocida y temible
palabra. Este hecho extremo muchas veces se halla recubierto por un decidido
orgullo, un despechado altruismo o un oscuro deseo de legar a la sociedad una
atmósfera de culpa colectiva.
Si
alguien pensara “en sus cabales”, no se suicidaría; así razona el mero
racionalista. Es un ejercicio literario muy conocido, que al comprobarse un
suicidio, se pregunta por los más mínimos gestos, insignificantes en ese
momento, y que ahora cobrarían nueva significación ante el cuerpo exánime que
tenemos ante nuestros ojos. ¿Qué hizo Lugones en su viaje en tren al Tigre?
¿Qué impulsó a Alem a tomar su último carruaje? ¿Qué pensó Lisandro de la Torre
en su recámara solitaria de calle Esmeralda? En todos estos casos hubo cartas,
justificaciones, meditaciones repletas de melancolía y también de olímpicos
desprecios. Sin embargo, solemos pedirle al suicida claves de su autoría, no
sólo escritas de su puño y letra sino en signos a veces herméticos que,
producidos en las aparentes insignificancias de los momentos anteriores, cobren
un sello definitivo luego de consumado el acto. Nisman dejó sólo instrucciones
a la mucama. Esa estridente sequedad, sin embargo, está rodeada de un revólver,
puertas obstruidas, cerraduras inseguras, custodias sospechables. El fiscal que
dedicó la mayor parte de su vida a buscar pruebas, muere en una sordina
abrumadora de pruebas. Los poderes no desean ser ambiguos, y una muerte
vinculada con el profundo drama del poder se presenta envuelta en toda clase de
ambigüedades.
Ese
acto, el suicidio, no puede permanecer en la ambigüedad. Pero sin evidencias
emanadas del propio actor de su elocuente inmolación, restarían solamente las
certidumbres de una sutil premonición recreada a posteriori. Apenas se
sostendría la condición suicida si fuera sólo fundada en intuiciones precisas
en torno de esas actuaciones previas, sin las cuales podría sospecharse que no
hubo “mano propia”, que no actuaron terceros o que no hubo una instigación que
se habría producido con fatales amenazas secretas, a través de cargas
infamantes, sigilosas imputaciones de importancia superior para su honor que
los hechos demasiado obvios que el muerto iba a revelar. O peor: producir una
muerte cuya contundente o ensordecedora autoría obedecería a un poder
innominado, que deposita un cadáver como si fuera una pirámide conmemorativa en
un parque, un cuerpo que cuando era portador de vida inculpaba al máximo poder
público nacional. Esa muerte, sea suicidio o asesinato, ¿acaso tendría
enrollado el papiro que señalaría a esa máxima autoridad como culpable?
La
gravedad de este hecho reside en que esto es inverosímil en los horizontes
colectivos de una democracia, pero revista una apariencia de verosimilitud sólo
en enfermizas tramas conspirativas, con invisibles orquestas que dirigen el
pífano de la conjura en un país. Esas tramas, si rigen, sólo es porque desean
preparar el gran retroceso, el mandoble que le resta plenitud a un gobierno y
retira las posibilidades a la entera sociedad. ¿Quién podría afirmar que Nisman
preferiría atentar contra sí mismo (lo que indirectamente validaría con más
fuerza sus papeles póstumos, notoriamente frágiles en su argumento, aunque
escritos con concisa, y por qué no reiterativa, pluma jurídica), y así ese
suicidio sacrificial sostendría con sangre la validez de su letra? No parecía
esto más importante que una sesión de debates parlamentarios donde triunfaría
una incierta atmósfera en la que dificultosamente se harían valer esas
inferencias lógico-deductivas de su escrito. Eran escritos de muchos modos tan
estentóreos como imprecisos, como esas llamadas telefónicas capturadas por los
servicios, que parecen, algunas, propias de un trato coloquial entre personajes
aleatorios, despojados de todo rigor conclusivo.
En
disfavor de la tesis del suicidio figura el hecho de que Nisman podría haber confrontado
tranquilamente sus papeles tan trabajosos con sus críticos gubernamentales, que
sin duda exhibirían otros documentos, respecto de que no había concesiones de
libre circulación de personas en cuanto a los sospechosos iraníes, ni esquemas
comerciales que pasarían por encima del “contrato social argentino” por
excelencia, el acuerdo sobre la primacía de los derechos humanos. Un suicidio
siempre es absurdo y siempre tiene una última razón desconocida. Este último
tramo misterioso de la conciencia del suicida, es decir, el suicida despojado
que no deja evidencias anteriores o posteriores (que la tradición romántica, la
de Werther, o la sociológica, de Durkheim, nunca ven como tal, pues tratan
sobre suicidas que poseen razones claras en sí mismas), y que tiene en el
dramático caso del fiscal Nisman un componente político tan condensado y de tan
gravísimo tenor, que salvo pruebas periciales muy contundentes podría seguir
dando pie a la discusión crucial en torno al suicidio o al asesinato, incluido
el tan abarcador concepto de suicidio inducido que, sin estar en ninguna
legislación, apunta hacia el máximo grado de la conmoción pública y a una
sociedad presa de poderes subterráneos. Pero, ¿quién podría querer cualquiera
de esas cosas, asesinato, suicidio inducido? El autor oculto, en su maniobra
perversa, parecería triunfar en llevar las culpas hacia un lado de la incisión
nacional ya creada por ostensibles autorías.
La
culpa sería, por burda, primitivista: se agotaría la vida política y social del
país. Si en lugar de estar ante un asesinado estuviéramos ante un suicida,
éste, en su misterio rotundo, también encarnaría allí el turbio destino de una
sociedad y la responsabilidad de quién quiera que sea: todo el debate sobre lo
ocurrido en un piso de Puerto Madero se devolvería a la política real que se
hace en un país, de tal modo que nos veríamos envueltos en una atmósfera de
irreflexión muy penosa, y la vida pública, social, intelectual y cultural se
desharía apenas intentemos, a lo mínimo, comenzar a conversar sobre ella. En la
muerte de Nisman se percibe una cuestión bien conocida: se refiere a los
“Servicios de Informaciones”, dudosas agencias estatales que generalmente basan
su fuerza en operaciones de “falsa identidad”. Su trabajo consiste en conocer lo
“indecible del otro”, y aunque generalmente se limitan a trazar catalogaciones,
esquemas y arquetipos previsibles, salidos de manuales de encasillamiento
escritos en lengua persecutoria, su verdadera especialidad es la de “actuar
siendo otro”. Esto es, actuar bajo el nombre del adversario, o de quien se
quiere destruir, o de quien, expropiándole la identidad, se le pueda adosar
después una acción ajena hacia la que fueron conducidos, o actos con el
significado deliberadamente inverso de aquello en que los “servicios” creen,
producido por ellos mismos con el profesionalismo de una conciencia desdoblada.
Esta es la clásica acción del agent provocateur: poner a luz las latencias de
culpabilidad y embate que las conciencias pueden tener, pero saben contener con
prudencia. El cándido poseedor de creencias varias (denuncistas, insurgentes,
ideológicas) ve de pronto que ellas se prolongan en acciones que él no ha
causado. Los “servicios” –la conciencia del otro– las cometen para ponerlo
frente a su supuesta condición de culpable. ¿Era alguien que meditaba en su
ensoñación libre sobre convulsiones y actos justicieros? Ahora tiene todo eso a
su frente, en un charco de sangre. El no lo ha hecho, lo han hecho por él, le
han tomado prestada su identidad, han leído su “inconsciente político”, lo
ponen en situación de desmentirlo todo, pero obligándolo al mismo tiempo a
desmentir sus sueños.
Son
algunas de las técnicas de los servicios en todo el mundo; grandes creadores de
escenas, hechiceros de la manipulación de motivaciones, de la reversibilidad de
las responsabilidades y convicciones. En un famoso episodio de la cuestión
policial en el siglo XIX, Marx debió comprobar en un largo escrito sobre “Herr
Vogt” –ése era el nombre del informante del bonapartismo– que el agente de
espionaje era el otro, no él. En El agente secreto, magnífica novela de Joseph
Conrad, se ve cómo se esboza la temible idea de que todos los actos humanos son
impulsados por una suerte de inteligencia aviesa para que resulten en lo
contrario de lo que desean. La reflexión sobre el doble agente, la acción bajo
“bandera falsa” o sus sucedáneos –el “infiltrado”, el “agente provocador”–
están inscriptos bien o mal en las prácticas y el lenguaje político. En el cine
y la literatura –sin mencionar a Borges, que casi toda su obra la funda en
estas situaciones– es posible refrescar el tema volviendo a ver Coronel Redl,
un film de los ’80 de Itzván Szabó, basado en la obra de John Osborne, A
Patriot for me, donde se relata el caso del jefe de inteligencia del Imperio
Austro-Húngaro, a su vez espía ruso y de otras naciones, quien es llevado al
suicidio por el propio emperador.
Nuestros
casos tienen algunos de estos elementos, con medios de comunicación que suelen
actuar también bajo hipótesis conspirativas, esa máxima facilidad folletinesca
de masas. Es que yacen en la conciencia colectiva las lenguas oscuras o
esotéricas del complot. Se han escuchado en los últimos días reflexiones sobre
“autoatentados”, o sobre las agencias secretas de los imperios, provocando hechos
con falsas identidades. Son estos, creemos, pensamientos poco sólidos, con
estructuras conspirativas que sólo expresan la comodidad explicativa de un
fácil determinismo. Renovar los pensamientos políticos en los movimientos
populares, sobre todo los que vienen de legados de las izquierdas, implica
volver a una idea de los acontecimientos que reconozcan el libre albedrío del
ser político. Y no la molicie de atribuirle la violencia mundial sólo a las
agencias clandestinas de las potencias –que por cierto actúan siempre–, con lo
cual apenas se logra una condena monotemática a un único agente brutal en la
historia. ¿Es el Imperio que ataca a los otros y se ataca a sí mismo para poder
seguir atacando a los otros? Existen las conspiraciones, desde luego: todo principio
de la política contiene algo de esa forma axiomática de atar los hechos; pero
el total de lo producido por la historia tiene muchas más hebras sueltas de lo
que pensamos. Nisman se convirtió en el nombre de lo impensado. Asesinado o
suicidado, pone a prueba toda la arquitectura política del país y nos obliga a
hablar sin ser entes reproductores de la vileza reinante.
Por
eso es tan necesario seguir discutiendo las peripecias trágicas que rodean la
actividad y el via crucis del fiscal Nisman –con el severo respeto que requiere
el tema, pues fue ingenuo atacante y víctima inopinada–, sin abandonar los
indicios periciales (hasta ahora inciertos), ni dejar de examinar las lógicas
que sostienen sus escritos escasamente fundados (lógicas cerradas, regidas,
lamentablemente, por conjeturas conspirativas propias del idioma profesional
del método hipotético deductivo de los servicios), ni dejar de considerar que
para todos el lamento que el episodio produce, debe revertir en un aireamiento
de las instituciones estatales. Una renovación de los estilos políticos, una
explícita caución y recaudos parlamentarios sobre los Servicios de
Inteligencia, y cuanto menos un impedimento categórico para sus tecnologías
embozadas de cálculo y construcción de bases de datos con rutinas de
ilegalidad. Y, además, una advertencia para nosotros mismos de que la política
de una nación soberana posee necesariamente orientaciones geopolíticas (creemos
que Nisman se equivocaba al verlas tan linealmente), pero no se deben situar
por encima de las permanencias culturales de sus definiciones humanísticas más
avanzadas. En vez de la oscura maestría que parece haberse adquirido ahora en
las tapas de los grandes diarios para los infusos veredictos criminológicos, a
propósito de este entristecedor deceso del fiscal se podría tomar una actitud
serena sobre nuevos pactos entre democracia vital, sensatez argumental y
crítica a todos los aspectos de la demasía de la sangre que hoy acosa a la
política mundial.
Fuente: Página 12
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