La nueva geopolítica del petróleo, por Ignacio Ramonet para Le Monde diplomatique





Al inundar el mundo con su cuantiosa producción petrolera, Riad provocó una baja del 50% en el precio del petróleo, lo que hace no rentable la extracción por fracking con la que EE.UU. había logrado su autoabastecimiento. Así presiona a Washington contra su acuerdo con Irán.
¿En qué contexto general se está dibujando la nueva geopolítica del petróleo? El país hegemónico, Estados Unidos, considera a China como la única potencia contemporánea capaz, a mediano plazo (en la segunda mitad del siglo XXI) de rivalizar con él y amenazar su hegemonía solitaria a nivel planetario. Por ello, Washington instauró secretamente, desde principios de los años 2000, una “desconfianza estratégica” con respecto a Pekín.

El presidente Barack Obama decidió reorientar la política exterior estadounidense considerando como criterio principal este parámetro. Estados Unidos no quiere encontrarse de nuevo en la humillante situación de la Guerra Fría (1948-1989), cuando tuvo que compartir su hegemonía mundial con otra “superpotencia”, la Unión Soviética. Los consejeros de Obama formulan esta teoría de la siguiente manera: “Un solo planeta, una sola superpotencia”.


En consecuencia, Washington no cesa de incrementar sus fuerzas y sus bases militares en Asia Oriental para intentar “contener” a China. Pekín constata ya el bloqueo de su capacidad de expansión marítima por los múltiples “conflictos de los islotes” con Corea del Sur, Taiwán, Japón, Vietnam, Filipinas… Y por la poderosa presencia de la VIIª flota de Estados Unidos. Paralelamente, la diplomacia estadounidense refuerza sus relaciones con todos los Estados que poseen fronteras terrestres con China (exceptuando a Rusia). Lo que explica el reciente y espectacular acercamiento de Washington con Vietnam y Birmania. 


Esta política prioritaria de atención hacia el Lejano Oriente y de contención de China sólo es posible si Estados Unidos logra poder alejarse de Medio Oriente. En este escenario estratégico, Washington interviene tradicionalmente en tres campos. Primero, en el campo militar: Washington está implicado en varios conflictos, especialmente en Afganistán contra los talibanes y en Irak-Siria contra la organización del Estado Islámico (EI). Segundo, en el campo diplomático, en particular con la República Islámica de Irán, a objeto de limitar su expansión ideológica e impedir el acceso de Teherán a la fuerza nuclear. Y tercero, el campo de la solidaridad, especialmente con respecto a Israel, para quien Estados Unidos sigue siendo una especie de “protector en última instancia”.


Esta “sobre-implicación” directa de Washington en la región (particularmente después de la Guerra del Golfo en 1991) mostró los “límites de la potencia americana”, que no ha podido realmente ganar ninguno de los conflictos en los cuales se implicó fuertemente (Irak, Afganistán). Conflictos que han tenido, para las arcas de Washington, un costo astronómico con consecuencias desastrosas incluso para el sistema financiero internacional.


Reducción del campo de batalla


Actualmente Washington tiene claro que Estados Unidos no puede realizar simultáneamente dos grandes guerras de alcance planetario. Por lo tanto, la alternativa es la siguiente: o Estados Unidos continúa implicándose en el “pantanal” de Medio Oriente en conflictos típicos del siglo XIX, o se concentra en la urgente contención de China, cuyo impulso fulgurante podría anunciar la decadencia a mediano plazo de Estados Unidos. 


La decisión de Barack Obama es obvia: debe enfrentar el segundo reto, pues éste será decisivo para el futuro de Estados Unidos en el siglo XXI. En consecuencia, América debe retirarse progresivamente –pero imperativamente– de Medio Oriente.


Aquí se plantea una pregunta: ¿por qué Estados Unidos se ha implicado tanto en Medio Oriente hasta el punto de descuidar al resto del mundo, desde el fin de la Guerra Fría? Para esta pregunta, la respuesta puede limitarse a una palabra: petróleo.


Desde que Estados Unidos dejó de ser autosuficiente en petróleo, a fines de los años 1940, el control de las principales zonas de producción de hidrocarburos se convirtió en una “obsesión estratégica” estadounidense. Lo cual explica parcialmente la “diplomacia de los golpes de Estado” de Washington, especialmente en Medio Oriente y en América Latina.


En Medio Oriente, en los años 1950, a medida que el viejo Imperio Británico se retiraba y quedaba reducido a su archipiélago inicial, el Imperio americano lo reemplazaba mientras colocaba a la cabeza de los países de esas regiones a sus “hombres”. Sobre todo en Arabia Saudita y en Irán, principales productores de petróleo del mundo, junto con Venezuela, ya bajo control estadounidense en aquella época.

Un panorama cambiante


Hasta hace poco, la dependencia de Washington respecto del petróleo y del gas de Medio Oriente le impidió considerar la posibilidad de retirarse de la región. ¿Qué ha cambiado entonces para que Estados Unidos piense ahora en retirarse de allí? El petróleo y el gas de esquisto. Cuya producción por el método llamado fracking aumentó significativamente a comienzos de los años 2000. Eso modificó todos los parámetros. La explotación de ese tipo de hidrocarburos (cuyo costo es más elevado que el del petróleo “tradicional”) fue favorecida por el importante aumento del precio de los hidrocarburos, que en promedio superaron los 100 dólares por barril entre 2010 y 2013. 


Actualmente, Estados Unidos ha recuperado la autosuficiencia energética e incluso está convirtiéndose otra vez en un importante exportador de hidrocarburos. Por lo tanto, puede ahora por fin considerar la posibilidad de retirarse de Medio Oriente. A condición de cauterizar rápidamente varias heridas que a veces datan de más de un siglo.

Por esa razón, Obama retiró la casi totalidad de las tropas estadounidenses de Irak y Afganistán. Estados Unidos participó muy discretamente en los bombardeos de Libia. Y se negó a intervenir contra las autoridades de Damasco, en Siria. Por otra parte, Washington busca a marcha forzada un acuerdo con Teherán sobre el tema nuclear. Y presiona a Israel para que su gobierno progrese urgentemente hacia un acuerdo con los palestinos. En todos estos temas se percibe el deseo de Washington de cerrar los frentes en Medio Oriente para pasar a otra cuestión (China). Y olvidar las pesadillas de la región petrolera.


Todo este escenario se desarrolló perfectamente mientras los precios del petróleo seguían altos, a alrededor de 100 dólares por barril. El precio de explotación del barril de petróleo de esquisto es de aproximadamente 60 dólares, lo que deja a los productores un margen considerable (entre 30 y 40 dólares por barril).


Aquí es donde Arabia Saudita decidió intervenir. Riad se opone a que Estados Unidos se retire de Medio Oriente. Sobre todo si antes Washington establece un acuerdo sobre el tema nuclear con Teherán. Acuerdo que los sauditas consideran demasiado favorable a Irán. Y que, según la monarquía wahabita, expondría a los sauditas y más generalmente a los sunnitas, a convertirse en víctimas de lo que llaman “el expansionismo chiita”. Hay que tener presente que los principales yacimientos de hidrocarburos sauditas se encuentran en zonas de población chiita.


Considerando que dispone de las segundas reservas mundiales de petróleo, Arabia Saudita decidió usar el petróleo para sabotear la estrategia estadounidense. Oponiéndose a las consignas de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), Riad decidió, contra toda lógica comercial aparente, aumentar considerablemente su producción y hacer de ese modo bajar los precios del petróleo, inundando el mercado de petróleo barato. La estrategia dio rápidamente resultados. En poco tiempo, los precios del petróleo bajaron en un 50%. El precio del barril descendió a 40 dólares (antes de subir ligeramente hasta aproximadamente 55-60 dólares actualmente).


Esta política dio un duro golpe al fracking. La mayoría de los grandes productores estadounidenses de gas de esquisto están actualmente en crisis, endeudados y corren el riesgo de quebrar (lo que implica una amenaza para el sistema bancario estadounidense, que había ofrecido generosamente abundantes créditos a los neo-petroleros). A 40 dólares el barril, el esquisto ya no resulta rentable. Ni las excavaciones profundas “off shore”. Numerosas compañías petroleras importantes ya han anunciado que cesan sus explotaciones en alta mar por no ser rentables, provocando la pérdida de decenas de miles de empleos.


Una vez más, el petróleo es menos abundante. Y los precios suben ligeramente. Pero las reservas de Arabia Saudita son suficientemente importantes como para que Riad regule el flujo y ajuste su producción de manera de permitir un ligero aumento del precio (hasta 60 dólares aproximadamente). Pero sin que supere los límites que permitirían al fracking y a los yacimientos marítimos a gran profundidad recomenzar la producción. De este modo, Riad se convirtió en el árbitro absoluto en materia de precio del petróleo (parámetro decisivo para las economías de decenas de países, entre los cuales figuran Argelia, Venezuela, Nigeria, México, Indonesia, etc.).


Estas nuevas circunstancias obligan a Barack Obama a reconsiderar sus planes. La crisis del fracking podría representar el fin de la autosuficiencia de energía fósil en Estados Unidos. Y, por lo tanto, el regreso a la dependencia de Medio Oriente (y también de Venezuela, por ejemplo). Por ahora, Riad parece haber ganado su apuesta. ¿Hasta cuándo?

Director de Le Monde diplomatique, edición española


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