LA
OPRESIÓN DEL OPTIMISMO
Pero no nos ocupamos aquí de la naturaleza y la existencia de la
aristocracia, sino del origen de su peculiar poder y de por qué es la última de
las verdaderas oligarquías, y por qué parece no haber una perspectiva inmediata
de que veamos su final. La explicación es sencilla aunque permanece
curiosamente inadvertida. Los amigos de la aristocracia suelen alabarla porque
conserva antiguas y hermosas tradiciones. Los enemigos de la aristocracia
suelen culparla de aferrarse a costumbres crueles o anticuadas. Tanto sus
enemigos como sus amigos están equivocados. Hablando en general, la
aristocracia no conserva tradiciones, ni buenas ni malas; no conserva nada.
¿Quién pensaría en buscar entre los aristócratas alguna antigua costumbre? ¡Es
igual que buscar un traje antiguo! El dios de los aristócratas no es la
tradición, sino la moda, que es lo opuesto a la tradición. Si quieren encontrar
un tocado noruego antiguo, ¿lo buscarían entre la élite de moda escandinava?
No: los aristócratas nunca tienen costumbres; como mucho, tienen hábitos, como
los animales. Sólo la plebe tiene costumbres.
El poder real de los aristócratas ha estado siempre en el lugar exactamente opuesto a la tradición. La simple clave del poder de nuestras clases altas es ésta: que siempre se han mantenido cuidadosamente en el lado de lo que se llama «progreso». Siempre han estado al día, lo que resulta bastante fácil para una aristocracia, pues la aristocracia es la suprema instancia de ese marco mental del que estamos hablando. La novedad es para ellos un lujo cercano a la necesidad. Por encima de todo, están tan aburridos con el pasado y con el presente que abren la boca anhelante hacia el futuro.
Pero sea lo que sea lo que olvidan los grandes señores, nunca olvidan que apoyar las novedades era cosa suya, ya se trate de decanos universitarios o de financieros quisquillosos. En resumen, los ricos siempre son modernos; es propio de ellos. Pero el efecto inmediato de este hecho sobre la cuestión que estamos estudiando es algo curioso.
Sucedió, sucede y sucederá. En cada casilla o encrucijada en los que se
ha visto inmerso el hombre del común, siempre se le ha dicho que esa situación
es, por alguna razón particular, por su bien.
Se despertó en Londres una estupenda mañana y descubrió que los lugares
públicos que durante ochocientos años había usado habitualmente como tabernas y
santuarios habían sido repentina y salvajemente abolidos, para aumentar la
riqueza privada de unos seis o siete hombres. Cabía pensar que se hubiera
podido sentir molesto; iba a muchos lugares, pero le expulsaba la soldadesca.
Pero no era solamente el ejército quien le mantenía callado. Le mantenían
callados los sabios tanto como los soldados; los seis o siete hombres que le
quitaron las tabernas al pobre le dijeron que no lo hacían para sí mismos, sino
por la re- ligión del futuro, el gran amanecer del protestantismo y la verdad.
Así que cada vez que un noble del siglo XVII era atrapado tirando la valla de
un campesino y robando sus campos, el noble señalaba animadamente el rostro de
Carlos I o el de Jaime II y así distraía la atención del campesino. Los grandes
señores puritanos crearon la Commonwealth y destruyeron las tierras
comunitarias.
Salvaron a sus campesinos más pobres de la desgracia de tener que pagar
el ship Money, retirándoles dinero para el arado y la pala que sin
duda eran demasiado débiles para conservar.
Una bonita y antigua canción inglesa inmortalizó esta costumbre
aristocrática: «Persigues al hombre o a la mujer que roba un ganso del terreno
comunal, pero dejas libre al canalla que le roba el terreno comunal al ganso».
Aquí, como en el caso de los monasterios, nos enfrentamos al extraño problema de la sumisión. Si le roban el terreno comunal al ganso, uno sólo puede decir que debía de ser muy ganso para aguantarlo. Lo cierto es que razonaron con el ganso; le explicaron que todo aquello era necesario para arrojar al zorro Estuardo al otro lado del mar. Así pues, en el siglo XIX, los grandes nobles que se convirtieron en dueños de minas y directores de ferrocarril aseguraron con firmeza a todo el mundo que no lo hacían porque querían, sino debido a una recién descubierta ley económica. Así pues, los prósperos políticos de nuestra generación introducen propuestas de ley para evitar que las madres pobres se ocupen de sus propios hijos, o prohíben tranquilamente a sus arrendatarios que beban cerveza en las tabernas.
Pero esta insolencia no es denunciada por todos como escandaloso
feudalismo. Se la critica amablemente como socialismo. Pues una aristocracia es
siempre progresista; es una forma de ir al ritmo de los tiempos. Sus fiestas se
prolongan cada vez más por las noches, pues están tratando de vivir el mañana.
Gilbert K. Chesterton
Gilbert K. Chesterton
Buenas Tardes , en mi facultad me dieron este texto para analizar... lo lei muchas veces y busque en google sobre una informacion concisa del texto. Podrias por favor interpretarlo. Saludos!
ResponderEliminarAntonella
EliminarChesterton expone en este breve y cínico texto una suerte de lógica opresiva por parte de los sectores dominantes de la sociedad, utilizando como ariete su propio y natural optimismo, mandato casi universal que la aristocracia se reserva para sí, so pretexto de un inevitable futuro promisorio, siempre y cuando se sigan sus normas, que aunque injustas y escasamente equitativas juegan, según ellos, a favor de toda la sociedad. Fijate que lo amplía al final "la aristocracia es siempre progresista sus fiestas se prolongan por las noches, pues están tratando de vivir el mañana". Nada de tradiciones, nada de historia, nada de costumbres, todo es novedad, futuro, progreso y moda, todo es esperanza y optimismo. Espero que esta llave te sirva para desandar este genial texto de Chesterton.
Sin embargo te cuento que Chesterton es en esencia un optimista,pero un optimista crítico, un optimista de mínimos según Enrique García-Maiquez, un optimismo para defender ideas sin necesidad de imponer nada ni tener conflicto por ello. Saludos