La única manera de salir de esta trampa política y económica global es el internacionalismo progresista.. Yanis Varoufakis
Para construir una internacional progresista
por Yanis
Varoufakis, para Revista sin Permiso
La política en las economías avanzadas de Occidente
está en la tesitura de una reestructuración política como no se ha visto desde
los años 30. La Gran Deflación que tiene acogotados a ambos lados del Atlántico
está haciendo que revivan fuerzas políticas que habían estado dormidas desde el
final de la II Guerra Mundial. Está volviendo la pasión a la política, pero no
de la forma que muchos habíamos esperado.
La derecha se ha visto animada por un fervor
contrario al “establishment” que era, hasta hace poco, patrimonio de la
izquierda. En los Estados Unidos, Donald Trump, candidato republicano a
la presidencia, mete en vereda – bastante creíblemente – a Hillary
Clinton, su oponente demócrata, por sus estrechos lazos con Wall Street, sus
ganas de invadir tierras foráneas, su disposición a adherirse a acuerdos de
libre comercio que han socavado el nivel de vida de millones de trabajadores.
En el Reino Unido, el Brexit ha asignado a ardientes thatcherianos el papel de
entusiastas defensores del National Health Service [el sistema sanitario
británico].
Esta transformación no carece de precedentes. La
derecha populista ha adoptado tradicionalmente una retórica cuasi izquierdista
en tiempos de deflación. Cualquiera que tenga estómago para revisar los
discursos de los más destacados fascistas y nazis de los años 20 y 30,
encontrará apelaciones – los panegíricos de Benito Mussolini a la seguridad
social o las punzantes críticas del sector financiero por parte de Joseph
Goebbels – que parecen, a primera vista, indistinguibles de metas
progresistas.
Lo que hoy estamos experimentando es la implosión
natural de la política centrista, debido a una crisis del capitalismo global en
la que un derrumbe financiero condujo a una Gran Recesión y luego a la Gran
Deflación de hoy. La derecha está repitiendo sencillamente su viejo truco de
sacar partido de la ira justificada y las aspiraciones frustradas de las
víctimas para hacer que avance su repugnante orden del día.
Todo empezó con la muerte del sistema monetario
internacional establecido en Bretton Woods en 1944, que había forjado un
consenso político de postguerra basado en una economía “mixta”, límites a la
desigualdad y una sólida regulación financiera. Esa “era dorada” terminó
con el llamado “shock” de Nixon en 1971, cuando Norteamérica perdió los
superávits que, reciclados internacionalmente, mantenían estable el capitalismo
global.
De manera notable, la hegemonía de los Estados
Unidos creció en esta segunda fase de postguerra, en paralelo a su déficit
comercial y presupuestario. Pero para seguir financiando estos déficits, los
banqueros tenían que desengancharse de sus restricciones del New Deal y de
Bretton Woods. Sólo ellos alentarían y gestionarían los flujos de entrada de
capital necesarios para financiar los déficis parejos de Norteamérica en
fiscalidad y por cuenta corriente.
La meta era la financiarización de la economía, el
neoliberalismo su manto ideológico, su gatillo fue la subida de los tipos de
interés de la época Paul Volcker en la Reserva Federal, y el presidente
Clinton fue en última instancia el que cerró este pacto fáustico. Y el momento
no podría haber sido más amigable: el desmoronamiento del imperio soviético y
la apertura de China generaron una oferta de trabajo para el capitalismo global
– mil millones de trabajadores adicionales – que hicieron que se disparasen los
precios y ahogaron el crecimiento de los salarios en todo Occidente.
El resultado de la extrema financiarización fue una
enorme desigualdad y una profunda vulnerabilidad. Pero por lo menos la clase
trabajadora de Occidente tenía acceso a préstamos baratos y precios de vivienda
desorbitados para compensar el impacto de salarios estancados y transferencia
de rentas fiscales en declive.
Luego llegó el derrumbe de 2008, que produjo en los
EE.UU. y en Europa un masivo exceso de oferta, tanto de dinero como de gente.
Aunque muchos perdieron empleos, hogares y esperanzas, billones de dólares en
ahorros han ido derramándose por los centros financieros del mundo desde
entonces, sumándose a otros billones bombeados por desesperados bancos
centrales dispuestos a substituir el dinero tóxico de los financieros. Con
empresas e inversores demasiado temerosos como para invertir en la economía
real, los precios de las acciones se han puesto por las nubes y el 0,1% más
alto no da crédito a su suerte, y el resto mira impotente cómo las uvas de la
ira van“…llenándose y haciéndose copiosas, haciéndose copiosas para la
cosecha”.
Y así fue como ingentes partes de la humanidad en
Norteamérica y en Europa quedaron demasiado endeudadas y se volvieron demasiado
caras como para ser otra cosa que desecho, y quedaron listas para verse
tentadas por Trump atizando el miedo, por la xenofobia de la dirigente del
Front National, Marine Le Pen, o la refulgente visión de los adalides del
Brexit de una Britania que rige de nuevo las olas. A medida que crece su
número, los partidos tradicionales están cayendo en la irrelevancia, suplantados
por el surgimiento de dos nuevos bloques políticos.
Un bloque representa la vieja troika de la
liberalización, la globalización y la financiarización. Puede que todavía esté
en el poder, pero sus acciones están cayendo rápidamente, como pueden atestiguar
David Cameron, los socialdemócratas europeos, Hillary Clinton, la
Comisión Europea y hasta el gobierno de Syriza posterior a la capitulación.
Trump, Le Pen, los partidarios derechistas del
Brexit en Gran Bretaña, los intolerantes gobiernos de Polonia y Hungría, y el
presidente ruso, Vladimir Putin, forman el segundo bloque. La suya es una
internacional nacionalista – una criatura clásica de un periodo deflacionario –
unida por el desprecio por la democracia liberal y la capacidad de movilizar a
los que la aplastarían.
El choque entre estos dos bloques es a la vez real
y motivo de confusion. Clinton versus Trump constituye una auténtica batalla,
por ejemplo, como lo es la Unión Europea contra los partidarios del Brexit;
pero los contendientes son cómplices, no enemigos, que perpetúan un bucle
inacabable en el que se refuerzan mutuamente y en el que cada lado se define –
y moviliza a sus apoyos sobre esa base – por aquello a lo que se opone.
La única manera de salir de esta trampa política es
el internacionalismo progresista, basado en la solidaridad entre las grandes
mayorías en todo el mundo que están preparadas para reavivar la política
democrática a escala planetaria. Si esto suena utópico, vale la pena poner de
relieve que ya se encuentran disponibles las materias primas.
La “revolución política” de Bernie Sanders en los
EE.UU., el liderazgo de Jeremy Corbyn en el Partido Laborista del Reino Unido,
el MDeE25 (Movimiento por la Democracia en Europa, DiEM25) en el continente:
estos son los heraldos de un movimiento internacional progresista que puede
definir el terreno intelectual sobre el que debe erigirse la política
democrática. Pero nos encontramos en un estadio muy temprano y nos enfrentamos
a un notable contragolpe de la troika global: véase el tratamiento dispensado a
Sanders por el Comité Nacional de los demócratas norteamericanos, la
competencia contra Corbyn de un antiguo cabildero farmacéutico y el intento de
encausarme por osar oponerme al plan de la UE para Grecia.
La Gran Deflación plantea una gran pregunta: ¿puede
la humanidad concebir y llevar a la práctica un nuevo Bretton Woods “verde” y
tecnológicamente avanzado – un sistema que haga nuestro planeta ecológica y
económicamente sostenible – sin el inmenso sufrimiento y destrucción que precedieron
al primitivo Bretton Woods?
Si nosotros – los internacionalistas progresistas –
no conseguimos responder la cuestión, ¿quién la contestará? Ninguno de los dos
bloques que hoy rivalizan por el poder en Occidente quiere siquiera que se
plantee.
Fuente: Revista Sin Permiso
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