“El peronismo
parece estar situado en un presente permanente.” Ricardo
Sidicaro, Los tres
peronismos
Hay tres
peronismos.
El
peronismo kirchnerista, que con más palo que zanahoria condujo al partido
durante su larga década en el gobierno y asumió la responsabilidad del diseño
táctico de la campaña, salió de las elecciones obviamente debilitado. Sus
recursos de poder son limitados pero no insignificantes: aunque es difícil
hacer una cuenta exacta, dispone en principio de una gobernación (Santa Cruz),
una veintena de intendencias bonaerenses y una representación legislativa
importante: unos 30 diputados y una docena de senadores, suficientes para hacer
sentir su peso en la conducción de los bloques pero no como para obtener poder
de veto, lo que implica que no puede frenar las iniciativas del oficialismo o
aprobar proyectos propios si no articula con el resto de los representantes del
Frente para la Victoria o del peronismo disidente, lo que lo obliga a una
gimnasia de negociación que le resulta extraña.
En
suma, el kirchnerismo cuenta con pocos representantes institucionales
expresivos de su vibración ideológica, situación que se agrava por el hecho de
que nunca logró construir una corriente sindical propia, apenas penetró en las
universidades y algunos de los gobernadores que le respondían, como Jorge
Capitanich o Sergio Uribarri, fueron sucedidos por otros, menos leales.
Por
eso el mayor activo estratégico del kirchnerismo no reside en la acumulación de
espacios institucionales sino en tres factores difíciles de cuantificar pero
muy valiosos: la fuerza de su militancia territorial, preponderantemente
urbana, de clase media y juvenil; el influjo que conserva en sectores
importantes de la sociedad, que con toda razón valoran los avances de sus doce
años de gobierno, y el liderazgo de Cristina, que preserva índices de
aprobación popular y un peso político que indefectiblemente la sitúan en la
primera línea, como una especie de presidenciable permanente, a años luz del
resto de la dirigencia kirchnerista, en general bastante deslucida.
Liberado
de las pesadas responsabilidades en la gestión cotidiana de los ejecutivos, sin
la obligación de sentarse a negociar con el gobierno nacional salvadores
adelantos de coparticipación, el kirchnerismo puede ejercer sin ataduras su
lugar de oposición frontal al ajuste macrista. El riesgo es que, transformado
en un “kirchnerismo de centro cultural”, gire sobre sí mismo como un trompo
autocelebratorio desconectado de los humores sociales, un tic que le resultó
letal en el pasado y que, a juzgar por el fiasco de la Marcha de la
Resistencia, corre el riesgo de repetir ahora.
El
segundo peronismo, el massista, retoma una vieja costumbre argentina. Al menos
desde la recuperación de la democracia, es habitual que el peronismo ofrezca
opciones disidentes a la lista oficial, solo que a veces resultan atractivas
(como, digamos, Antonio Cafiero contra Herminio Iglesias en 1985 o Francisco de
Narváez contra Néstor Kirchner en 2009) y a veces no (como, digamos, Eduardo
Duhalde contra Cristina en 2011). Con su triunfo en las legislativas del 2013,
Massa le arrebató al kirchnerismo su “mayoría natural” y construyó una fuerza,
el Frente Renovador, que hoy cuenta con 17 diputados nacionales, una docena de
intendentes bonaerenses y el matrimonio de conveniencia con José Manuel de la
Sota, junto a un vistoso equipo de economistas liderado por Roberto Lavagna.
Aunque
se presenta como una tercera vía entre kirchnerismo y macrismo, como una
alternativa al populismo del pasado y al neoliberalismo del presente, el
massismo actúa en los hechos como una oposición suave, capaz de acompañar al
gobierno en iniciativas como el acuerdo con los fondos buitre o el blanqueo de
capitales y de enfrentarlo por la ley anti-despidos. Ideológicamente
indefinible, el Frente Renovador se mueve en función de las intuiciones de
Massa, su innegable talento táctico y su hiperkinesia mediática con síndrome de
abstinencia del prime time de América TV. Trazos suaves de industrialismo
conviven con un cierto discurso modernizante y el atajo permanente a la
consigna punitivista de bajo vuelo.
Pero
que el discurso del Frente Renovador aparezca como oportunista e incluso
ruckaufquiano no quiere decir que carezca de arraigo social: el massismo logró
estabilizar su peso social en las elecciones del año pasado, cuando, contra
todo pronóstico, logró evitar la temida polarización, en buena medida gracias a
su capacidad para fidelizar al “moyanismo social”, ese segmento de la nueva
clase media que el kirchnerismo tanto había contribuido a expandir y que
inexplicablemente dejó escapar. Massa, como pocos políticos salvo Macri y
Cristina, representa algo.
Su fuerza, sin embargo, es un collage. Como
sostiene Martín Rodríguez, Massa no creó dirigentes a su imagen y semejanza
como hizo Macri sino que los compró llave en mano. El Frente Renovador está
conformado por un conjunto de políticos de primer nivel (Alberto Fernández,
Felipe Solá, Facundo Moyano, Graciela Camaño) que no están hechos de la arcilla
blanda de una Gabriela Michetti o una María Eugenia Vidal, dirigentes que ya
venían con una experiencia y una ideología y a los que Massa enhebra con el
hilo finito de su ambición presidencial: la promesa de un futuro. En contraste
con el método in crescendo del PRO, que comenzó con una derrota en la Ciudad de
Buenos Aires para desde ahí expandirse en votos y territorios, la construcción
de Massa es más atropellada y pulsional, guiada por la ansiedad de su juventud
y el brillo Rocky que le titila en los ojos. Como a Néstor.
El
tercer peronismo, que es también el mayoritario, se sitúa entre la oposición
dura del kirchnerismo y la oposición negociada del massismo. Militan allí casi
todos los representantes institucionales del PJ, gobernadores, intendentes y
legisladores, así como buena parte de los sindicatos y los movimientos
sociales. Aunque se lo suele englobar bajo la etiqueta de conservadurismo
popular, se trata más bien de un conjunto de liderazgos, estructuras y
fragmentos de aparatos muy diferentes entre sí, guiados por las urgencias del
momento y sobre todo por las necesidades de los jefes provinciales, que, como
resultado del proceso de centralización fiscal de las últimas décadas, dependen
cada vez más de los recursos del Estado Nacional para su supervivencia: las provincias
ejecutan el 60 por ciento del gasto público pero recaudan apenas el 30, lo que
genera una brecha por donde se cuela la hegemonía del poder central.
Este
cuadro se agrava por dos motivos. Por un lado, una parte de los recursos que se
vuelcan en las provincias, sobre todo en materia de obras públicas, son
distribuidos de forma más o menos discrecional por el gobierno nacional. Pero
incluso aquellos fondos de asignación automática a través de la coparticipación
resultan escasos: la situación crónicamente deficitaria de la mayoría de las
administraciones provinciales hace que requieran adelantos permanentes para
pagar los sueldos. Por eso, aunque en términos políticos los gobernadores son
verdaderos mini-presidentes dotados de casi plenos poderes, en términos
fiscales son jilgueros frágiles obligados a una gimnasia de diálogo permanente
con la Casa Rosada en la que diputados y senadores constituyen su principal
activo de negociación.
Si
el libro canónico de Ricardo Sidicaro identificaba los peronismos históricos
(el “fundacional” de 1945-55, el “imposible” de 1973-78 y el “peronismo contra
el Estado” de Menem), otros tres peronismos coexisten hoy sin muchos dramas.
Todos hablan con todos, especulan y hacen cálculos, mientras aguardan la
definición del liderazgo.
¿Cómo
se tramitará esta disputa? El radicalismo, el “gran otro” del peronismo, admite
ser conducido desde la derrota: Raúl Alfonsín no ganó una sola elección desde
su salida de la presidencia, e incluso perdió las únicas dos que disputó, pese
a lo cual fue hasta su muerte el líder indiscutible del partido, como lo es hoy
Elisa Carrió, que tampoco gana elecciones. El peronismo, en cambio, exige las
credenciales de una victoria, cuanto más inesperada mejor. Acusado mil veces de
autoritario, se ha acostumbrado a elegir su conducción por el método bastante
democrático de consultar a la sociedad a través de una interna o de una
elección general en la que ofrece más de una alternativa: Cafiero contra
Herminio en 1985, Menem contra Cafiero en 1988, Kirchner contra Menem en 2003,
y Kirchner (con la candidatura de Cristina) contra Duhalde (con Chiche) en
2005.
Pero
para convertirse en una opción de poder que trascienda la mera coyuntura el
peronismo necesita algo más: debe importar desde afuera de sus fronteras ideológicas
su relato de época, el plus que le da sentido, sea éste el neoliberalismo
globalizante de los 90 o el izquierdismo nac&pop del siglo XXI. Por eso los
tres peronismos no son partidos políticos en sentido clásico, ni siquiera
corrientes internas de una misma fuerza orgánica. El límite que los separa no
es el Paralelo 38 sino una línea borrosa que experimenta un tránsito
permanente. Serán entonces las elecciones del año que viene, en especial las de
la Provincia de Buenos Aires, donde kirchnerismo y massismo se enfrentarán
nuevamente, las que arrojen la primera definición: de su resultado dependerá la
orientación ideológica que asuma el partido y el destino del tercer peronismo,
que hoy es la única alternativa posible para la mayoría de los peronistas pero
que en el mediano plazo está condenado a extinguirse, porque está pegado con la
boligoma tenue de las urgencias de coyuntura y porque en su insoportable
ambigüedad resulta un espacio imposible, casi diríamos un no lugar.
Fuente:
Le Monde diplomatique
Comentarios
Publicar un comentario