Brasil sangra, por Marcelo Falaz, Editor jefe de Internacionales en el diario Ámbito Financiero, para Le Monde diplomatique
La destitución de Dilma Rousseff no ha logrado frenar la implosión
institucional que vive Brasil, que amenaza conducir al país por el camino de
una lenta agonía, con una clase política corrupta abroquelada en defensa de sus
privilegios, y con un creciente conflicto de poderes en puerta.
Pese a lo traumática
que fue, pese al debate interminable que suscitó sobre si se había tratado o no
de un “golpe institucional” (con perdón del oxímoron) y pese al modo en que
devaluó el voto popular en beneficio de una casta política terminalmente sospechada,
la destitución de Dilma Rousseff no fue el punto más bajo de la crisis política
en Brasil. El 31 de agosto de 2016, con su reemplazo definitivo por Michel
Temer, no se consumó otra cosa que un momento más, trascendente pero parcial,
de una implosión institucional de larga duración, en cámara lenta, que nos
sobresaltará aún por un largo tiempo.
Con dos años de
mandato por delante, el Presidente de reemplazo (toda una especialidad de su
Partido del Movimiento Democrático Brasileño, PMDB) enfrenta varios frentes
potencialmente fatales para él.
Uno,
sus pésimos niveles de respaldo popular, poco compatibles con el calado de las
reformas estructurales, de impactante impronta ajustadora, que está encarando
con el apoyo del Congreso. Sobre este escenario descansa la posibilidad de una
renuncia anticipada.
Dos,
las filtraciones de la “delación del fin del mundo”, como la encarada por los
setenta y siete ex ejecutivos “arrepentidos” de la megaconstructora Odebrecht,
que no sólo pegan de lleno sobre el círculo más íntimo del mandatario sino
sobre él mismo, por el presunto pedido explícito de dinero negro, desviado de
contratos con el Estado, para financiar campañas. Pero si eso es
suficientemente explosivo, algo todavía peor despunta en el horizonte: la
tentación de Eduardo Cunha, el otrora poderoso presidente de la Cámara de
Diputados, que fue fundamental en el esquema del juicio político a la
presidenta del Partido de los Trabajadores (PT) y que siente que su ex socio
Temer no hizo nada por salvarlo de la cárcel ni, consumada esta, por sacarlo de
ella. Cunha estuvo por años en el corazón de muchos negocios oscuros, que lo
llevaron a construir con dinero de la misma tonalidad una fortísima bancada
propia, multipartidaria, el llamado centrão. Es
enorme el cúmulo de cosas de las que podría “arrepentirse”, y resuenan cada vez
más acechantes en el mundillo de Brasilia las palabras que pronunció apenas
antes de su caída en desgracia: “Voy a ser recordado como el hombre que terminó
con dos presidentes en este país”. ¿Pura bravata? Sobre este doble escenario se
monta la hipótesis de un impeachment como el que sufrió
Dilma.
Tres, una amenaza
menos contemplada (sólo por el momento) en los análisis pero que puede ser más
concreta: la chance de que el Tribunal Superior Electoral (TSE) anule el
resultado de las elecciones de octubre de 2014, que consagraron en segunda
vuelta la fórmula Rousseff-Temer por presunta financiación ilegal de su
campaña. Este escenario revelaría a quien ha sido tildado de gran titiritero
como un mero aprendiz de brujo, incapaz de contener las fuerzas que ayudó a
desencadenar.
Pero el análisis
frío obliga a agregar un cuarto escenario: el de un Temer “sangrando” hasta el
final del mandato, el 1° de enero de 2019, cumpliendo el mismo destino que él y
los suyos le impusieron a Dilma desde el primer día de su segunda gestión.
Señalemos
en este punto una cuestión central: ¿qué clase de gobierno encabeza Michel
Temer? Uno cuya legitimidad y fortaleza parecen insuficientes para cumplir con
el dramático ajuste que el establishment le reclama, el que justificó el
empeño y los recursos que puso en su entronización. ¿Será que al final Dios sí
juega a los dados?
¿Impeachment 2.0?
El
altísimo rechazo popular que rodea al Presidente es la contracara de sus
posibilidades de supervivencia. Según la última encuesta de Ibope, el
mandatario recoge un 64% de imagen negativa, contra un 55% de septiembre cuando
acababa de ser confirmado por el Congreso.
La
palabra “renuncia” ya se escucha en algunas tertulias de alto nivel en
Brasilia. Su sola mención resulta elocuente sobre la existencia de usinas que
comenzaron a operar.
A su
vez, las delaciones premiadas de decenas de ex ejecutivos de Odebrecht a cambio
de reducciones de sus condenas ya tuvieron un par de convenientes filtraciones
a la prensa para ubicar a Temer en reuniones en las que pidió explícitamente 10
millones de reales (unos 3 millones de dólares al cambio actual) para financiar
campañas de políticos aliados. La administración de esas gestiones quedó en
manos de tres de sus hombres de mayor confianza: el ministro jefe de la Casa
Civil (jefe de gabinete), Eliseu Padilha; el asesor especial de la Presidencia,
José Yunes, y el secretario del Programa de Asociaciones de Inversión
(público-privadas), Moreira Franco. Ellos forman parte de su mesa más chica,
que en los últimos meses fue perdiendo otros integrantes, todos implicados en
denuncias graves de corrupción o de obstrucción a la Justicia.
Todo
lo que digan los “arrepentidos” deberá pasar por el tamiz del Supremo Tribunal
Federal (STF, Corte Suprema), que, cotejando palabras con pruebas que se deben
ofrecer como anexo, definirá –se espera que en el primer trimestre de 2017– si
“homologa” o no dichas denuncias. La esperada (pero no confirmada aún) delación
de Eduardo Cunha tendría tiempos algo más largos.
La
cuestión de las fechas es importante, ya que, según la Constitución, si la
falta del presidente y el vice se produce durante la segunda mitad del mandato,
quienes siguen en la “línea sucesoria” (el jefe de Diputados y, luego, el del
Senado) ya no deben convocar a elecciones sino organizar una votación del
Congreso para que designe a quien deba completar el período. Una “salida
Duhalde”.
Si las
denuncias contra Temer se hacen vehementes, las opciones serían la renuncia o
un nuevo impeachment. Lo primero queda
reservado a su psiquis, por lo que hay poco para especular. Lo segundo sí puede
analizarse.
Se
ha dado el mote de “delación del fin del mundo” a la de los hombres de
Odebrecht porque esa firma, que llegó a ser la principal constructora de
América Latina, lubricó con dinero legítimo y del otro cientos de campañas
electorales de todos los niveles y sectores políticos desde el retorno de la democracia.
Se estima que en esas confesiones puede haber hasta doscientos dirigentes
poderosos incriminados, en gran medida legisladores con mandato en curso. Que
estos acepten mansamente deshacerse de Temer no parece demasiado probable, ya
que ello implicaría quedar directamente expuestos a la próxima fase de la
barrida moralizadora. No por nada el Presidente mantiene el apoyo de más del
60% de cada Cámara, algo que acaba de comprobarse en varias votaciones clave.
De hecho, el
Congreso ya activó sus mecanismos defensivos. Dando clamorosamente la espalda
al sentir popular, se trabó en una guerra de poderes con parte del Poder
Judicial, básicamente con los fiscales y el juez Sérgio Moro de la operación “Lava
Jato”, con el procurador general Rodrigo Janot y con el sector
militante del Supremo. Esa tensión se vio asimismo en la resistencia a la
destitución como titular del Senado del multidenunciado y ya formalmente reo de
la Justicia Renan Calheiros y en una primera votación de un paquete
“anticorrupción” al que se le enganchó una cláusula para llevar a la cárcel a
los magistrados que se excedan en sus funciones.
¿Y la voluntad
popular?
Ante la tercera
amenaza, la que más llama la atención, Temer parece más inerme: el fallo
pendiente del TSE en una causa iniciada por el Partido de la Social Democracia
Brasileña (PSDB) antes del impeachment a Dilma… y antes también de que Temer
emergiera como la gran figura de recambio.
La
denuncia, en plena conmoción por el escándalo en Petrobras, apuntaba a la
supuesta financiación ilegal de la campaña oficialista con dinero desviado del
Estado. Precavido, el jurista Temer mantuvo reuniones con jueces del STF ya en
los tiempos en los que se comenzaba a espesar el caldo del complot contra la
desangelada ex mandataria. Acudió con la idea de separar las cuentas de ambos.
Una iniciativa demasiado creativa y de imposible sustento jurídico. Así, en su
andanada ciega de entonces, el PSDB no previó que Temer terminaría siendo su
ariete principal contra el PT.
En
Brasilia indican que dentro del TSE, cuyo fallo se espera para comienzos de
2017 pero que, apelaciones mediante al Supremo, podría quedar firme unos
cuantos meses más tarde, hay hoy una tendencia mayoritaria a fallar en contra
de la fórmula. Una decisión que, con Dilma fuera de la foto, sólo encontraría
como víctima al propio Temer.
Brasil
es un país curioso. En caso de una sentencia a favor de la moción del PSDB,
pasará en pocos meses de una situación en la que un poder de la República (el
Congreso) hizo uso de sus atribuciones, polémicas aparte, para descabezar al
Ejecutivo a una todavía más controvertida: la de otro poder, el Judicial, que
avanzaría no ya contra el jefe de Estado en funciones sino contra el voto
popular que lo puso, aunque haya sido a dos bandas, en ese lugar. ¿Cómo es
posible anular el resultado de una votación que en su mecánica y escrutinio no
fue fraudulenta en base a la financiación ilegal de una campaña? ¿Cuál es el
conector legal o lógico que ata inexorablemente el voto de cada ciudadano al
impacto de un acto público o una campaña en TV financiada con dinero oscuro? Un
juez, un voto.
Ahora
bien, dado que el fallo del TSE llegará una vez que Temer ya haya pasado el
meridiano del mandato, Brasil se aleja, a
priori, de un escenario de elecciones anticipadas. ¿Es así?
Los enjuagues para
lo que llamamos “salida Duhalde” ya existen, y entre los nombres de juristas
respetados y otros “notables” que se barajan para timonear la transición,
emerge otro con particular fuerza: el del ex presidente Fernando Henrique Cardoso.
Hombre de 85 años, en principio parecería apto para encarar una transición
necesariamente corta y sin apetencias propias a futuro. Pero también tiene
contras. Una, que su prestigio es mayor en el exterior que en su país, donde
para una gran mayoría popular su nombre es sinónimo de ajuste neoliberal. Otra,
su condición de presidente de honor del PSDB, que lo hace sospechoso ante el
temerismo de ser el caballo de Troya que prepare el desembarco final en el
poder de algún “socialdemócrata” (conservador) y postergue el sueño de
perpetuación del PMDB. Una sospecha que ya comenzó a llenar de sombras la
relación entre ambos partidos, hoy aún socios.
¿Pero qué
legitimidad social tendría, en caso de una caída de Temer, un “gobierno del
Congreso”, el cuerpo que carga con el mayor nivel de desprestigio dentro de la
devastada clase política brasileña?
Esta
pregunta hace que muchos comiencen a imaginar una salida electoral anticipada,
que adelante la cita prevista para octubre de 2018 a 2017. La idea es
respaldada por el 63% de los brasileños según un sondeo reciente de Datafolha.
¿Qué se podría esperar si eso fructificara en medio de la presión de la calle?
Hoy
las encuestas muestran primero a Luiz Inácio Lula da Silva, pero con un índice
de rechazo tan alto que lo haría inviable en una segunda vuelta ineludible. Y
eso si alguna de las varias causas por corrupción que tiene abiertas no lo pone
antes en la cárcel.
Su
ex ministra de Medio Ambiente, Marina Silva, candidata “honestista” y que
ensayó en la primera vuelta de 2014 un “camino del medio” ineficaz, da el
perfil de lo que un sector del electorado espera en términos éticos. Pero sus
ambigüedades ideológicas, su debilidad política y hasta su endeblez física
siempre la ponen en duda.
Para algunos, la
sucesión debe salir del PSDB. Pero su presidente, el senador Aécio Neves,
parece algo manchado de petróleo, lo mismo que el canciller José Serra, un
amigo cercano de Temer. El gobernador de San Pablo, Geraldo Alckmin, derrotado
como los dos anteriores por Lula y Dilma en su momento, emergería con menos
complicaciones y brega contra aquellos para separar lo más posible al partido
del actual presidente. Pero los números no le dan.
¿Y
un tapado? ¿Un outsider? ¿Cómo anticiparse
a eso?
El ajuste
ontológico
La palabra
“sangrar” era la que los enemigos de Dilma soñaban como su futuro fatal cuando
el juicio político parecía de difícil concreción. Temer esperó sigilosamente,
sabiendo que la sangre no es infinita. Acaso, por qué no, ese sea ahora el
futuro que le espera si el Congreso lo protege (más que por amor, en defensa
propia) y si los enjuagues en el TSE contradicen lo que se parece cocinarse en
estas horas.
Ese
respaldo del Congreso es lo que explica que el Presidente esté logrando sacar
adelante polémicas enmiendas constitucionales, que requieren dos votaciones con
tres quintos de los votos en cada Cámara. Estas enmiendas son parte de un plan
de ajuste que parece estar muy por encima de las precarias bases de su
administración en términos de legitimidad de origen y de respaldo público.
Una, crucial es la
PEC (Propuesta de Enmienda Constitucional) del techo al gasto público, ya
aprobada. En síntesis, establece un congelamiento de las erogaciones de Estado
en términos reales desde 2017 por veinte años (con la posibilidad de establecer
una revisión en la mitad de ese plazo), ya que sólo podrán ser actualizadas de
acuerdo con la inflación pasada. Si bien admite un aumento mayor en salud y
educación, cuyos topes además comenzarán a regir desde 2018, ese beneficio
deberá ser siempre a expensas de otras partidas, de modo que se mantenga el
tope general.
Ahora
bien, dados los crecientes recursos que se destinan a honrar los intereses de
una deuda pública que ya supera el 70% del PIB y el enorme peso de los pagos de
salarios, jubilaciones, pensiones y asistencia social, el presupuesto brasileño
resulta muy inelástico.
El problema es que
la población crece, y no basta con actualizar los presupuestos en base a la
evolución de los precios. ¿Cuántos más pacientes acudirán hasta 2037 a los
hospitales públicos, cuántos chicos más a las aulas? Dada la duración que se le
ha dado, el ajuste propuesto resulta brutal.
Tanto es así, que
hasta el mercado duda y no son pocos sus analistas que le ven una vida mucho
más corta que la que pergeñaron sus padres, Temer y su ministro de Hacienda, el
otrora comodín de Lula para seducir a la ortodoxia, Henrique Meirelles.
Aquellos creen que la misma vigencia del ajuste ahogará la administración
pública.
Curiosa fe la del
ajuste ontológico, receta a priori y ajena a que el contexto sea de
expansión o de encogimiento de la actividad. Hasta ahora, a Temer, como a
tantos y tantos en la región y en el mundo en la historia del capitalismo, le
ha ido mal con ella. La caída del 3,8% del PIB de 2015 se replicará con una de,
al menos, 3,6% en el 2016, que lo encontró como corresponsable de la debacle.
Pero el déficit fiscal, ajeno a esa porfía, sigue creciendo (¡vaya sorpresa!):
pese a la vigencia de un esquema de blanqueo de capitales, el resultado
primario (antes del pago de deudas) de los primeros diez meses de 2016 fue el
peor en veinte años. Asimismo, las proyecciones para 2017 de un rebote de la
economía ya son la mitad del exiguo 1% con el que hasta hace poco se soñaba.
Por otra parte, la
pelea por la aplicación del techo al gasto conlleva otra, también de gran
envergadura: la reforma previsional.
Hay
cierta razonabilidad en la iniciativa, ya que Brasil es una rareza mundial que
no establece una edad mínima para acceder a la jubilación. Sin embargo, los
extensos períodos de aportes que prevé el texto oficial (hasta 49 años para
acceder al 100% de la prestación) y el umbral de 65 años tanto para hombres
como para mujeres auguran una pelea muy dura, si no dentro del palacio
legislativo, seguramente en la calle.
Ya
sea en 2017 si los tiempos se precipitan o en 2018 si Temer “sangra”, sufriendo
en carne propia la maldición que en su momento colaboró para imponerle a Dilma,
Brasil deberá volver a pasar por las urnas. ¿Qué candidato podrá pretender
ganar sin prometer la reversión de, al menos, el doloroso tope al gasto
público?
Mientras, cada vez
más brasileños hacen suyo el “Fora Temer”.
Fuente: © Le Monde diplomatique, edición Cono Sur
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