Hace pocos días falleció Juan Goytisolo, considerado el mejor escritor de la lengua hispana de la contemporaneidad, una poética anomalía cultural y el oficio del poeta




Gregorio Morán, Periodista de investigación e insobornable crítico cultural, columnista habitual en el diario barcelonés La Vanguardia, para Revista Sin Permiso

¿Qué es una anomalía cultural? Esta podría ser la pregunta que cabría hacer para un examen de grado en el bachillerato – si es que esto existe todavía – o para la tesina de un meritorio, incluso para un sólido trabajo de doctorado.
¿Qué es una anomalía cultural? Una verruga en la inteligencia, en la sociedad cultural. O lo que es lo mismo, una ruptura, una atipicidad, un desajuste en la ordenada y clasificada cultura española. ¿Por qué Nietzsche, por ejemplo, no constituye una anomalía en la cultura germánica y sin embargo Max Aub lo es en la literatura española? Porque el primero se define como una singularidad, que es muy otra cosa que una anomalía. Forma parte, con sus particularidades, de una tradición cultural, pero en nuestro caso no. Las anomalías son rupturas que carecen de precedentes y que son consideradas personajes al margen de lo que se daría en llamar “nuestra literatura canónica”.
Porque se trata de su obra, por supuesto, pero también de la actitud social de los poderes académicos, institucionales, que conceden la atribución de quién es quién, y no digamos en estos tiempos donde las instituciones poderosas por excelencia no son sólo las académicas sino las empresariales. Una editorial puede hacer de un plumilla un influente intelectual, o un novelista en la estela de Balzac. Lo que decide es la actitud del medio hacia quien escribe o piensa o monologa, y eso rebaja a niveles penosos lo que llamamos escritor, pensador o monologuista.
Antes de entrar en Juan Goytisolo conviene detenerse en un detalle, nada literario. Pocos hombres concitaron tantos odios y desdenes como este hombre que un día decidió salirse por la tangente y ser él mismo. En el siglo XX hay otros dos casos similares al suyo: Valle-Inclán y Max Aub. Son atipicidades de nuestra cultura española, quizá vinculada en primer lugar a la cultura general y a la vida política tan arrebatada como fueron nuestros cuarenta últimos años hasta la muerte del Caudillo. Pero siguió. Nadie planteó nunca una ruptura con las instituciones que decidían lo correcto de lo insólito. La mediocridad de una época lo empañó todo, hasta tal punto que los fantasmas dominaron el territorio.
Si echan una mirada atrás se darán cuenta de que lo mejor de nuestra literatura siempre fue anómala, desde la picaresca a Cervantes, pero eso no explica nada, sencillamente es una seña de identidad. Pero estamos hablando del siglo XX y los primeros años del siguiente. Nada similar a los años sesenta del pasado siglo, donde aún todo parecía posible.
En la cultura no hay agujeros. Hay épocas mejores y otras deleznables, pero siempre están pobladas de mesnadas de escritores, artistas, trepadores, gentes que se consideran la representación esmerada de su tiempo. El espacio siempre está lleno de basura, o de talento, porque la tradición académica de los pueblos antiguos exige beneficios en forma de pagos, funcionariados, academias…
Seguí a Juan Goytisolo en sus anómalos libros: Señas de identidad (1966), La reivindicación del conde don Julián (1970), Juan sin Tierra (1975), prohibidos en España y que leíamos en ediciones mexicanas. ¡Habría que hacer un vademécum de la literatura hispana deudora de los editores (españoles en el exilio) que sirvieron para desasnarnos!
Le conocí tardíamente por sus llamadas en domingo a propósito de las sabatinas en La Vanguardia. Un día me propuso presentarle un libro en Barcelona –Telón de boca (2003)– y me sentí honradísimo. Luego me invitó a cenar, cosa nada fácil en un hombre que medía tanto sus silencios. Su sentido del humor y su carácter, no exento de gracia. Su relato del encuentro de Camilo José Cela y Jean-Paul Sartre me aportó un ángulo que no conocía. El sarcasmo de Juan Goytisolo. ¡Que un tipo solicite una entrevista con Sartre para que le firme una botella de coñac Fundador! Es una herencia de Valle-Inclán.
Tuvo el valor de escribir un artículo elogioso sobre El cura y los mandarines, el único que apareció en El País, y me avisó antes de hacerlo y le advertí de los riesgos que para él iba a tener un libro que el periódico había decidido que no existiera. Y lo hizo, “Del oportunismo como una de las bellas artes” (2015); muchos, casi todos, no hubieran osado. No obstante, no se escapó de una observación privada que cada vez que la recuerdo me hace sonreír: “Tu libro es muy bueno y muy necesario. Sólo hay una cosa que yo corregiría. Cuando te refieres a Jesús Aguirre, el cura y duque de Aguirre, le apodas en dos ocasiones ‘maricón’. La primera vez está bien y es correcta, pero yo creo que la segunda es innecesaria”.
Me solía llamar cuando venía a Barcelona para tomar un café, cosa que nunca hicimos, siempre nos limitamos a hablar durante hora y media sin nada de por medio. En una de esas ocasiones aproveché para preguntarle qué le había encontrado al libro de Joan Sales, Incierta gloria, que logró colocar en la editorial francesa Gallimard. “A mí me parece una variante de José María Gironella –le dije–. No tiene la más mínima altura literaria”.
Me respondió que no lo había leído pero que sus amigos catalanistas de entonces –pienso en Castellet– le insistieron tanto que él lo puso a disposición de los editores franceses. Me alivió, porque siempre le había considerado un lector agudo, pero no un paranoico defensor de prosistas mediocres, parafacistas y ultracatólicos.
Pero todo esto es superficie. Lo profundo no es que abandone París, donde vive con Monique Lange, la mujer inteligente y sensible que lo entiende todo, incluso que deje la capital del mundo, incluso a ella misma y se traslade a Marrakech, ese mundo árabe que entonces llamaba la atención y que ahora se ha convertido en una de las sociedades abominadas por Occidente. Era lo último que le quedaba a esta anomalía literaria, después de construir otra historia de España desde la llegada de los árabes, más cultos que los bárbaros visigodos de cristianismo inquisitorial y represivo.
Lo que faltaba. La anomalía Goytisolo revisa nuestra historia antigua con esa cierta ingenuidad que demostró Américo Castro de las religiones pacíficas. No hay religiones monoteístas pacíficas y fue necesario llegar al siglo XXI para confirmar que las sociedades se vuelven fanáticas, incluso criminales. Y ahí, en una casa de Marrakech vivió el hombre que en los años sesenta trató de aportar racionalidad a lo que luego se desmadró y le pilló en el medio. Sarajevo.
Toda la historia de Juan Goytisolo es un fracaso ideológico que algún día quizá se demuestre luminoso, pero falta mucho para eso. Lo único que tenía claro, y lo entiendo, es que no quería ser enterrado en España. Sus días finales son patéticos. Huir de España para morir fuera de los suyos. Lo entiendo cuando miro la bandera que me han designado, el himno que me impusieron, las instituciones con las que me castigaron. Pero confieso que hay una diferencia, entre muchas otras, entre él y yo. Yo no buscaré un lugar para que me entierren que sea laico en una sociedad de fanatismo religioso. Ir a que te entierren en Larache –único cementerio civil de Marruecos–, donde iba a caer la Legión Española, me produciría unas ganas de llorar, por tanta derrota, que acabaría en Gibraltar, junto a los monos.
Fuente:


El Oficio del Poeta
de Juan Goytisolo


Contemplar las palabras
sobre el papel escritas,
medirlas, sopesar
su cuerpo en el conjunto
del poema, y después,
igual que un artesano,
separarse a mirar
cómo la luz emerge
de la sutil textura.

Así es el viejo oficio
del poeta, que comienza
en la idea, en el soplo
sobre el polvo infinito
de la memoria, sobre
la experiencia vivida,
la historia, los deseos,
las pasiones del hombre.

La materia del canto
nos lo ha ofrecido el pueblo
con su voz. Devolvamos
las palabras reunidas
a su auténtico dueño.

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