Capitalismo versus Privacidad
Por Samuel Earle, periodista
El capitalismo informacional ha convertido Internet
en un medio de control social
En el discurso
popular, el autoritarismo suele ser considerado la dramática antítesis del
capitalismo liberal, y las pretendidas diferencias entre ambos no están en
ningún lugar más marcadas que en sus actitudes con respecto a la privacidad.
Mientras en el mundo liberal capitalista se considera que la casa de cada
persona es su castillo, en los regímenes autoritarios no es más que otra jaula
monitorizada por el Estado.
Hoy en día, sin
embargo, la privacidad está desapareciendo entre los muros de las democracias
capitalistas avanzadas y las corporaciones multinacionales, alzando la bandera
de la transparencia total, son las que lideran el ataque.
En 1999, Scott
McNealy, entonces director ejecutivo de Sun Microsystems, afirmó en unas conocidas
declaraciones: “De todos modos, ahora usted tiene cero privacidad.
Asúmalo.” El director ejecutivo de Google Enric Schmidt advertía:
“si tienes algo que no quieres que nadie conozca, quizás en primer lugar no
deberías estar haciéndolo.” Mark Zuckerberg, el sexto hombre más rico del
mundo, decidió que la privacidad ya no era una norma
social, “así que solo fuimos a por ella”, mientras que Alexander Nix, de la
empresa de datos Cambridge Analytica -conocida por haber sido contratada para
las campañas del Brexit y de Trump-presume de que su compañía “retrató la
personalidad de todos y cada uno de los adultos en los Estados Unidos de
América.”
En nuestros días,
la retórica de los capitalistas privados resulta indistinguible de la retórica
de los tiranos de Estado. Sus guiones son cada vez más similares. Sus
diferencias se han exagerado siempre, si no imaginado, pero una vez pudimos
confiar en que al menos se expresasen de formas diferentes. ¿Qué ha cambiado?
La ruptura del
vínculo
En tanto que
sistema económico fundado en la idea de una esfera privada -compuesta por
individuos privados que poseen propiedad privada y generan beneficio privado en
mercados privados- se supone que el capitalismo protege la privacidad
individual. La santidad del reino de lo privado presuntamente asegura la máxima
libertad para el individuo, ya que productores y consumidores se encuentran
allí libres de interferencias indeseadas del Estado y de vecinos entrometidos.
Los detractores del
capitalismo han condenado siempre su tendencia a vaciar lo común y aislar
a cada persona en su burbuja privada, pero sus simpatizantes celebran esta
atomización. “La civilización,” escribió Any Rand en 1943, “es el progreso
hacia una sociedad de la privacidad. Toda la existencia del salvaje es pública,
gobernada por las leyes de su tribu. La civilización es el proceso de liberar
al hombre de los hombres.” Desde esta perspectiva, el énfasis del capitalismo
en la protección de la esfera privada y de la resultante privacidad lo
convirtió en el gran civilizador del mundo.
Ya en los años
setenta, sin embargo, el vínculo entre el capitalismo y la privacidad
individual comenzaba a romperse. En 1977, el jurista de derechas Richard Posner
postulaba su “teoría
económica de la privacidad,” publicándola finalmente como artículo
en 1984. En ella, argumentaba que la privacidad individual es un estorbo para
el capitalismo, al interrumpir el libre flujo de información que los mercados
necesitan para ser eficientes. La conclusión de Posner fue que “las personas no
deberían y mucho menos por motivos económicos- tener un derecho a ocultar
hechos materiales sobre sí mismas.”
Posner estaba
escribiendo para el Chicago Unbound,
la revista jurídica de la Universidad de Chicago, el epicentro de la tormenta
neoliberal que se estaba extendiendo alrededor del mundo. Milton Friedman fue
uno de los colegas más cercanos a Posner y a menudo se incluye al mismo Posner
en el paraguas de la Escuela de Chicago. Las raíces capitalistas de Posner - con
su infinita exaltación del individuo privado - hizo todavía más sorprendentes
sus argumentos contra la privacidad individual. El romance entre privacidad y
capitalismo, dado por sentado durante mucho tiempo por liberales de pocas
miras, se reveló como la más frívola de las relaciones: un matrimonio de
conveniencia que ya no era conveniente.
En la era digital,
esta relación se ha vuelto aún más problemática. En Internet ha emergido una
nueva forma de capitalismo, que ha dado en llamarse capitalismo informacional,
capitalismo digital, o capitalismo de la vigilancia. La información personal es
la savia de la nueva economía: las compañías acumulan los datos de sus usuarios
para vendérselos a los publicistas y generar ingresos. Cuanto más saben las
compañías de los individuos, mejor pueden adecuar sus anuncios, aumentar sus
“tasas de conversión” y acumular beneficios.
Hay, sin lugar a
dudas, mucho dinero en juego. En el tercer trimestre de 2016, se invirtió un
total de 17.600 millones de dólares en publicidad digital, un 20 por ciento más
que el año anterior.
Facebook y Google
se han convertido en un duopolio en este nuevo contexto, reportando alrededor
de la mitad del total; de los 2.900 millones de crecimiento del último año, la
pareja fue responsable de un notable 99
por ciento. En el proceso, han llegado a ser las dos empresas de más
rápido crecimiento de la historia del capitalismo, con una habilidad para
recoger, monitorizar y vender datos de los usuarios de formas que las demás
compañías solo pueden imaginar. Su patrimonio colectivo neto es de 800 billones
de dólares, más que el PIB total de los Países Bajos.
Ambos modelos de
negocio muestran que, en el capitalismo informacional, la privacidad ya no pone
obstáculos a la obtención de beneficios: la privacidad impide los beneficios.
La creencia de que se debe permitir a los individuos controlar su información
personal ahora contradice al mismo proceso capitalista de generación de
beneficios. Lejos de proteger a los individuos privados de la interferencia
externa, como imaginó Ayn Rand, las empresas ahora quieren conocer a los
individuos tan bien como se conocen ellos mismos. Las empresas se esmeran en
alcanzar la transparencia perfecta, de modo que, en palabras del economista jefe de Google, Hal
Varian, el motor de búsqueda “sabrá lo que quieres y te lo dirá antes de que
plantees la pregunta”.
Podríamos encontrar
consuelo en el hecho de que el poder de estas compañías es distinto a la fuerza
del Estado -pensar que, si su intención es orientar sus anuncios de forma más
eficaz y vender los datos de manera más rentable, esto también podría redundar
en beneficio del usuario.
Mucha gente
disfruta utilizando un servicio que le conoce bien y reconoce sus hábitos
personales, sus preferencias e intereses. La calidad de su experiencia aumenta
con la cantidad de información personal que entregan -¿y quién no quiere
servicios mejores?
Pero los peligros
existen. Pese a que muchos de los datos que recogen las empresas tecnológicas
son frívolos, debemos ser precavidos con el efecto de la agregación: tomada
individualmente, cada pieza parece inocua; tomada en conjunto, revela una
imagen íntima de nosotros.
Sin embargo, esto
todavía no llega al corazón del problema. La mayor amenaza no está tanto en qué saben las empresas, sino en cómo utilizan dicho conocimiento. Los
servicios que ofrecen son sugestivos, repletos de comodidades y nuevas posibilidades,
adaptados a todas nuestras necesidades. Pero cuando cedemos mucha información
personal a las empresas, les otorgamos increíbles poderes y responsabilidades.
El conocimiento puede significar poder, pero la información a menudo significa
dominación.
Y desde los
primeros esfuerzos por recopilar datos a gran escala en el siglo XIX, las
empresas han estado utilizando la tecnología para ejercer un control social
masivo.
La máquina
tabuladora de Hollerith
En 1880, con una
población en aumento, un territorio en expansión y un deseo cada vez más
profundo de estadísticas -unido a una completa falta de estrategia tecnológica-
los datos recopilados por el Censo de los Estados Unidos tardaron casi una
década en ser procesados. Para cuando se presentó el siguiente censo, en 1890,
el tiempo de procesamiento se había reducido a tres meses.
Un joven ingeniero
estadounidense, Herman
Hollerith, inventó el sistema que permitió esta increíble aceleración.
Inspirado por los revisores de tren, usó tarjetas perforadas para tabular
automáticamente información sobre el conjunto de la población, en base a un
conjunto de características estandarizadas, desde la raza y el género hasta
niveles de alfabetización y religión. La máquina tabuladora de Hollerith, como
se la conoció, es ahora reconocida como el primer sistema de información que
reemplazó con éxito a la pluma y el papel. Países de todo el mundo lo
utilizaron para recopilar datos sobre sus ciudadanos.
En 1911, Hollerith
vendió su empresa y los derechos de su máquina en una fusión empresarial,
formando la que ahora se conoce como la International Business Machines
Corporation (IBM). Bajo el liderazgo de Thomas J. Watson, un hombre admirado
como el “mejor vendedor del mundo”, IBM llegaría a ser propietaria del 90 por
ciento de todas las máquinas de tabulación en los Estados Unidos. Las enviaron
allí donde llamara el dinero.
Durante la década
de 1930, llamó desde el Tercer Reich de Adolf Hitler. Bajo la dirección de la
filial alemana de IBM, la máquina de Hollerith localizó a los judíos y facilitó
su “procesamiento”.
Los infames números tatuados en los brazos de los prisioneros eran números de
identificación de IBM, coincidentes con su lugar individual en el sistema de
tarjetas perforadas de la compañía. Los nazis recompensaron a Watson por sus
servicios en 1937 con la prestigiosa Orden del Águila Alemana. Aunque devolvió
el premio en 1940, su compañía continuó ayudando a Alemania durante la guerra.
No es que IBM
apoyara explícitamente a los nazis; simplemente se despreocupó de los fines a
los que pudiera servir su tecnología. En el mismo período, completó un proyecto
similar para los Estados Unidos: enviar a los estadounidenses de origen
japonés -más de cien mil de ellos- a los campos de internamiento de la costa
este.
Las perversas
colaboraciones de IBM durante la Segunda Guerra Mundial pueden representar un
caso extremo, pero sería ingenuo dejar de tenerlas en cuenta por ello. De
hecho, las acciones de la compañía encarnan una verdad muy manida: las empresas
y los Estados han compartido regularmente intereses y han trabajado juntos para
obtener ganancias mutuas.
Esto sucede al
margen de principios morales. Después de todo, el capitalismo coexiste tan
felizmente con dictaduras (Chile bajo Pinochet o la China de hoy) como lo hace
con las democracias. El capitalista, guiado por su gran espíritu emprendedor,
ve cada nuevo escenario como un nuevo conjunto de oportunidades. La única
pregunta que queda es quién está listo para explotarlas.
El traje nuevo del
Gran Hermano
La filtración
masiva de documentos
de la NSA en 2013 por parte de Edward Snowden reveló el rol activo que juegan
las empresas en la vigilancia de Estado. Hizo patente la completa “difuminación
de los límites públicos y privados en las actividades de vigilancia" con
“colaboraciones e interdependencias constructivas entre las autoridades de
seguridad del Estado y las empresas de alta tecnología”.
Facebook, Google y
otros sitios web se habían convertido en las nuevas cámaras de videovigilancia
del gobierno, pero con una gran diferencia: no solo habíamos normalizado estas
nuevas tecnologías de vigilancia, sino que disfrutábamos activamente de su
compañía.
Tras una fachada de
lealtad al usuario, las compañías de tecnología ganan miles de millones
prometiendo al público una cosa y al gobierno la contraria. Como reveló
Snowden, Microsoft proclama que “es importante que tengas control
sobre quién puede y no puede acceder a tus datos personales en la nube”,
mientras trabaja con el gobierno americano para proporcionar un acceso más
fácil a esos mismos datos.
Esta nueva
encarnación de la vigilancia combina la distopía de Orwell con Un mundo feliz de Aldous Huxley. En la creación de
Orwell, un Estado autoritario de la vigilancia mantiene el orden; en la de
Huxley, la automedicación de soma, una droga antidepresiva que mantiene a todos
sonrientes, hace el mismo trabajo. Hoy, la vigilancia se lleva a cabo menos por
un Gran Hermano que por un conjunto de Mejores Amigos: estos servicios
recuerdan nuestros cumpleaños, responden a nuestras preguntas sin emitir juicios
y sugieren películas y libros que nos pueden gustar. Lejos de basarse en el
miedo, el nuevo sistema de vigilancia es divertido, atento y útil. Cuando
Facebook quebró en algunas ciudades de EEUU durante el verano de 2014, muchos
estadounidenses llamaron al 911.
Las empresas
tecnológicas nos aseguran que sus productos se centran en nosotros, los
clientes. Pero esto no solo oculta sus propios propósitos de obtener ganancias
sino también su perfecta armonía de intereses con el Estado. Los gobiernos
permiten a las empresas recopilar sistemáticamente información individual -sin
importar los riesgos o consecuencias que esto pueda presentar para los
consumidores- porque los gobiernos reciben acceso a esos datos a cambio. Las
empresas, por su parte, entregan los datos a los gobiernos porque reciben a
cambio una legislación favorable.
Esta armonía se
vuelve aún más evidente cuando uno examina las puertas giratorias entre el
Estado y las compañías tecnológicas. El Center for Responsive Politics
descubrió recientemente que las cinco mayores firmas tecnológicas -Apple,
Amazon, Google, Facebook y Microsoft- gastaron 49 millones
de dólares en lobbying solo en 2015, más del doble de los 20
millones que gastaron los cinco bancos más grandes y aproximadamente
3 millones más que las
cinco compañías petroleras más grandes.
Durante los
mandatos Obama, la industria tecnológica se afincó en Washington. Casi
doscientas personas que trabajaban para la administración de Barack Obama en
2015 estaban trabajando para Google a finales de 2016, mientras que cincuenta y
ocho se movieron en la dirección opuesta. Con Obama, los ejecutivos de Google
se reunían en la Casa Blanca más de una vez a la semana de promedio.
A pesar de que
Silicon Valley se inclina por los demócratas, también ha encontrado una
situación favorable en la Casa Blanca de Trump. El multimillonario de Silicon
Valley Peter Thiel es ahora uno de los principales
asesores de Trump, y
una de las primeras medidas del presidente después de las elecciones fue
celebrar una cumbre tecnológica en la Trump Tower, invitando a diversos líderes
a una recepción que ninguna otra industria recibió. “Estoy aquí para ayudarles,
amigos”, prometió.
Una herramienta de
control
En 1990, Internet
parecía prometer una era de nueva libertad y de mayor conectividad global.
Cuando el profesor de derecho de Harvard Lawrence Lessig expresó su inquietud
en 2000, no fue escuchado. “Fuera de nuestro control”,advirtió,
“el ciberespacio se convertirá en una herramienta de control perfecta”. Pocos
estuvieron de acuerdo: “Lessig no ofrece muchas pruebas de que una pérdida de
privacidad y libertad al estilo soviético esté en camino”, se burló un revisor
escéptico.
Han pasado
diecisiete años y ahora tenemos un aparato de vigilancia que excede al de
cualquier Estado autoritario del pasado.
Pero no debemos
reducir los riesgos del capitalismo informacional a la vigilancia
gubernamental. La filosofía subyacente de estas compañías tecnológicas
representa una amenaza a la libertad en sí misma. La ideología de Silicon
Valley ha saturado el ciberespacio y está reconstruyendo el mundo a su imagen,
probablemente superando todo lo que Lessig anticipó.
Los directores
ejecutivos de las empresas tecnológicas celebran el presente como “la era más
mensurable de la historia”, equiparando la recopilación de información con el
ideal ilustrado de descubrimiento de conocimiento. Las corporaciones nos
prometen que, siempre que tengan acceso a la información de todos, pueden
corregir todos los errores de la sociedad. Esta idea sintetiza la mentalidad
Big Data: resolver los problemas humanos requiere únicamente recopilar la
información suficiente. Con plena fe en esta ideología, la mayoría de los
capitalistas de la información están de acuerdo con Varian, el
economista jefe de Google: cualquier resistencia a la pérdida de
privacidad se disipará porque “las ventajas en términos de conveniencia,
seguridad y servicios serán enormes”.
Pero esta
comprensión del progreso basado en los datos constriñe al individuo. La
privacidad debe ser un espacio de experimentación creativa, un lugar en el que
el individuo puede tomar distancia de los juicios y controles externos. Un
mundo sin privacidad, por el contrario, corre el riesgo de la uniformización y
el conformismo. Al menos idealmente, las experimentaciones privadas de los
individuos desafían las normas e ideologías dominantes; esta fricción, continúa
el argumento, empuja a la sociedad hacia adelante. Sin embargo, bajo el
capitalismo informacional, el progreso, que una vez exigió respeto por la
privacidad, ahora exige su rechazo.
Bajo el capitalismo
del Big Data, la privacidad del individuo queda subsumida en una
ideología de progreso vinculada a la obtención de beneficios. Si el liberalismo
sostenía que restringir la libertad de expresión es particularmente malo, pues
“supone un robo a la especie humana”, el capitalismo informativo defiende que
la negativa a compartir información personal es el verdadero robo a la especie
humana. Mantener algunos aspectos de uno mismo en privado ahora se interpone en
el camino del progreso.
Es sorprendente
como el concepto de progreso de Silicon Valley se alinea tan perfectamente con
sus propios intereses económicos. Esta ideología no solo promueve la tecnología
como la solución a todos los problemas -¿y quién será el encargado de suministrar
la tecnología?-, sino que además hace depender tanto los beneficios como el
progreso de la existencia de un mismo recurso: cada vez más información
personal. Sin embargo, la armonía entre el progreso y el beneficio no es
perfecta y esta contradicción es lo que mejor revela el rostro autoritario del
Silicon Valley.
Mientras que en
términos de “progreso” estas compañías tecnológicas se presentan a sí mismas
como pioneras radicales -se mueven rápido y cambian las cosas, como dice el
mantra-, cuando se trata de obtener ganancias esta “radicalidad” enmascara un
deseo de perfecto conformismo. Como señala la especialista en privacidad Julie
Cohen, el capitalismo informacional desea en última instancia “producir
ciudadanos consumidores manejables y predecibles, cuyos modos preferidos de
autodeterminación se desarrollen a lo largo de trayectorias predecibles y
generadoras de beneficios”.
Para hacerlo, estas
firmas tecnológicas establecen una densa red de opciones -como en las
sofisticadas recomendaciones de Spotify y Netflix- adaptadas a una versión
particular de la identidad de un individuo, “diseñadas para promover opciones
consumistas y generadoras de beneficios que sistemáticamente desfavorecerán las
innovaciones diseñadas para promover otros valores”. Como expone el ex
especialista en ética de diseño de Google, Tristan Harris, “si controlas el
menú, controlas las elecciones” -y si controlas las elecciones, estás
controlando las acciones-.
El capitalismo
siempre ha tratado de alinear las ambiciones de la sociedad con las suyas
propias. Con Internet, este objetivo está más cerca de cumplirse. Existen pocas
fuerzas opositoras, si aún las hay. De los quince sitios web más visitados del
mundo, solo uno, Wikipedia, no opera bajo la lógica de Silicon Valley. Teniendo
en cuenta la creciente importancia de Internet como un espacio para el
desarrollo humano, la penetrante influencia de esta ideología no puede ser
saludable para una sociedad diversa y democrática. Esta dinámica no hace más
que intensificarse cuando dos compañías, Google y Facebook, prácticamente
controlan el mercado.
Como lugar de
auto-creación, discusión pública y organización social, Internet influye en la
forma de estructurar nuestro pensamiento, nuestro conocimiento y nuestro
comportamiento. Hoy, es un espacio construido casi exclusivamente con el
objetivo de maximizar los beneficios.
En una burla de su
promesa utópica inicial, Internet se ha convertido no solo en una herramienta
de vigilancia masiva, sino también en una tecnología de publicidad avanzada y
un medio de control social.
Si queremos
desafiar este estado de las cosas, debemos comenzar por tener conversaciones
más significativas sobre la Internet que queremos. Es algo demasiado importante
como para que siga siendo un dominio exclusivo de las empresas.
Los datos, si se
deben recopilar, deben democratizarse, no filtrarse a través de algoritmos
secretos para obtener beneficios privados. Hasta que se rompa el control
tiránico de Internet, en el capitalismo informacional los peligros solo se
profundizarán. Como con todas las tiranías, las vidas de los ciudadanos serán
cada vez más transparentes, mientras que las actividades de los poderosos serán
cada vez más opacas.
Fuente: Revista Sin Permiso
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