El sentido del trabajo
en una sociedad sostenible
John Bellamy Foster editor general de Monthly Review, para
Revista Sin Permiso
Fuente:
Este
artículo es una versión revisada de “The Meaning of Work in a Sustainable
Society: A Marxian View”, publicado en marzo de 2017 por el Center
for the Understanding of Sustainable Prosperity de la University of Surrey.
¡Al diablo con esta vida ociosa! Quiero trabajar.
William
Shakespeare, Enrique IV, Parte I, Acto II, Escena IV.
La naturaleza y el
sentido del trabajo, en lo que respecta a una sociedad futura, ha dividido
profundamente a los pensadores ecologistas, socialistas, utópicos y románticos
desde la Revolución Industrial. Algunos teóricos radicales han considerado que
una sociedad más justa simplemente requiere la racionalización de las actuales
relaciones laborales, junto con un incremento del tiempo de ocio y una
distribución más equitativa de los frutos del trabajo. Otros han defendido la
necesidad de trascender todo el sistema de trabajo alienado, haciendo del
desarrollo de relaciones laborales creativas el elemento central de una nueva
sociedad revolucionaria. En lo que parece ser un esfuerzo por eludir este viejo
conflicto, los discursos actuales sobre desarrollo sostenible, aunque no niegan
la necesidad del trabajo, a menudo lo llevan a un segundo plano, haciendo
hincapié en las ventajas que supondría el aumento de las horas de ocio. Parece
difícil poner en duda las bondades de este aumento del tiempo de no-trabajo, y
resulta además sencillo imaginar tal posibilidad en el contexto de una sociedad
sin crecimiento. La cuestión del trabajo, en cambio, está cargada de
dificultades intrínsecas, ya que afecta a las raíces del sistema socioeconómico
actual, desde la forma de dividir las actividades productivas hasta las
relaciones de clase. Sin embargo, sigue siendo cierto que no es posible
concebir de forma coherente un futuro ecológicamente sostenible sin abordar el
problema del homo
faber, es decir, el papel creativo, constructivo e históricamente
determinado que juega el ser humano en la transformación de la naturaleza: la
relación social con el mundo físico que distingue a la humanidad en tanto que
especie.
Dentro de la
literatura utópica socialista de finales del siglo XIX, es posible distinguir
dos tendencias fundamentales con respecto al futuro del trabajo, representadas
por un lado por Edward Bellamy, autor de Mirando
atrás, y por el otro por William Morris, autor de Noticias de ninguna parte.
Bellamy, imaginando algo que hoy es familiar para nosotros, concibió el avance
de la mecanización, junto con una completa organización tecnocrática del
trabajo, como la base para un mayor tiempo de ocio, considerado este como el
bien supremo. En contraste, Morris, cuyo análisis derivaba de Charles Fourier,
John Ruskin y Karl Marx, enfatizó la centralidad del trabajo útil y agradable,
lo cual requeriría la abolición de la división capitalista del trabajo. Hoy, la
mayoría de concepciones sobre una economía sostenible se parecen más a la
visión mecanicista de Bellamy que a la perspectiva más radical de Morris. Esta
idea de “liberación del trabajo” como fundamento del desarrollo sostenible ha
estado muy presente en los escritos de los primeros ecosocialistas y de los
teóricos del decrecimiento, como André Gorz o Serge Latouche.
Sostendré aquí que
la idea de la liberación casi total del trabajo, por su unilateralidad e
incompletud, es en última instancia incompatible con una sociedad genuinamente
sostenible. Después de examinar, en primer lugar, la visión hegemónica del
trabajo en la historia del pensamiento occidental, que se remonta a los
antiguos griegos, paso a considerar las ideas sobre el asunto de Marx y Adam
Smith, mostrando la oposición entre ambas. Esto me lleva a la cuestión de cómo
los pensadores socialistas y utópicos han discrepado unos con otros en la
cuestión del trabajo, tema que abordaré centrándome en el contraste entre
Bellamy y Morris. Todo esto, me parece, apunta a la conclusión de que el
verdadero potencial de cualquier sociedad sostenible del futuro reside no tanto
en el aumento del tiempo libre, sino en la capacidad para generar un nuevo
mundo de trabajo creativo y colectivo, controlado por los productores
asociados.
La ideología hegemónica del trabajo y del ocio
El relato que
aparece hoy en todos los libros de texto de economía neoclásica retrata el
trabajo en términos puramente negativos, como desutilidad o sacrificio. Los
sociólogos y economistas suelen presentar esto como un fenómeno transhistórico,
que se extiende desde la Grecia Clásica hasta el presente. Así, el teórico
cultural italiano Adriano Tilgher declaró en 1929, como es bien sabido: “Para
los griegos el trabajo era una maldición y nada más”, apoyando su afirmación
con citas de Sócrates, Platón, Jenofonte, Aristóteles, Cicerón y otras figuras,
que representan la perspectiva aristocrática sobre el asunto en la Antigüedad.
Con el surgimiento
del capitalismo, el trabajo fue visto como un mal necesario que requería, para
ser realizado, del uso de la coacción. En 1776, en los albores de la Revolución
Industrial, La
riqueza de las naciones de
Adam Smith definió el trabajo como un sacrificio, que requería “el esfuerzo y
la fatiga [...] de nuestro propio cuerpo”. El trabajador “sacrificará siempre
[…] su tranquilidad, su libertad y su felicidad”. Unos años antes, en 1770,
apareció un tratado anónimo titulado An essay on trade and commerce,
escrito por una figura (que más tarde se asoció a J. Cunningham) a quien Marx
describió como “el representante más fanático de la burguesía del siglo XVIII”.
En opinión del autor, para romper el espíritu de independencia y ociosidad de
los trabajadores ingleses, deberían establecerse “casas de trabajo”, para
encarcelar en ellas a los pobres, convirtiéndolas en “casas de terror, donde
deberían trabajar catorce horas al día, de tal manera que cuando se dedujera el
tiempo de la comida, quedaran doce horas completas de trabajo.” Thomas Robert
Malthus promovió puntos de vista similares en las décadas posteriores, lo que
condujo a la New Poor Law de 1834.
La ideología
económica neoclásica trata hoy la cuestión del trabajo (work)
como un término medio entre el ocio y el tiempo de trabajo (labor).
Contradice así, al menos parcialmente, su propia definición más general del
trabajo como desutilidad, presentándolo más como una opción financiera personal
que como el resultado de la coerción. Sin embargo, sigue siendo cierto, como
observó el economista alemán Steffen Rätzel en 2009, que en el fondo el
“trabajo”, en la teoría neoclásica, “es visto como un mal necesario, cuya única utilidad es la
de generar ingresos para el consumo” (cursivas añadidas por el autor).
Esta concepción del
trabajo, cuya credibilidad deriva en gran medida de la alienación que
caracteriza a la sociedad capitalista, ha sido puesta en duda una y otra vez
por los pensadores radicales. Estos nos recuerdan que los puntos de vista
actualmente hegemónicos sobre esta cuestión no son ni universales ni eternos, y
que el trabajo no tiene por qué ser considerado simplemente como desutilidad
―aunque las condiciones en las que se desarrolla en la sociedad contemporánea
tiendan a convertirlo en una carga y en algo asociado, por lo tanto, a la
coacción―.
De hecho, el mito
de que los pensadores griegos antiguos eran todos anti-trabajo, de tal forma
que existiría una continuidad histórica desde entonces hasta la ideología
dominante actual, fue refutado por el clasicista y filósofo de la ciencia
marxista Benjamin Farrington en su estudio de 1947, Mano y cerebro en la Grecia Antigua.
Farrington demostró que tales puntos de vista, aunque eran lo suficientemente
comunes entre las facciones aristocráticas representadas por Sócrates, Platón y
Aristóteles, resultaban contrarios a los de los filósofos presocráticos, y
estaban lejos de ser predominantes si se tenía en cuenta el más amplio contexto
histórico de la filosofía, la ciencia y la medicina griegas, que hunden sus
raíces en tradiciones de conocimiento artesanal práctico. “La teoría central de
los milesios”, el origen de la filosofía griega ―escribió Farrington―, “se
basaba en la idea de que todo el universo funciona de la misma manera que las
pequeñas partes del mismo, que están bajo el control del hombre”. Así, “toda
técnica humana” desarrollada en el proceso de trabajo, como la de cocineros,
alfareros, herreros y agricultores, era evaluada no solo en términos de sus
fines prácticos, sino también por lo que tenía que decir sobre la naturaleza de
las cosas. En tiempos helenísticos, los epicúreos, y más tarde Lucrecio,
desarrollaron esta visión materialista, explicando el reino de la naturaleza
desde la experiencia proveniente del trabajo artesanal. Todo esto es evidencia
del enorme respeto que desde Grecia se ha otorgado al trabajo, y al trabajo
artesanal en particular.
Los materialistas
en la Antigüedad construyeron sus ideas desde un conocimiento profundo del
trabajo y desde el respeto por los avances que este trajo al mundo, en claro
contraste con los idealistas, quienes, representando el desprecio aristocrático
por el trabajo manual, promovieron mitos celestiales e ideales anti-trabajo.
Esta visión la encontramos, por ejemplo, en una declaración atribuida a
Sócrates por Jenofonte: “los llamados oficios manuales están desacreditados y,
lógicamente, tienen muy mala fama en nuestras ciudades” (Económico, IV,
2). Nada podría estar más lejos de la cosmovisión de los materialistas griegos,
que vieron el trabajo como la encarnación de las relaciones dialécticas entre
la naturaleza y la sociedad.
La concepción
individualista-posesiva del trabajo de Smith, que representaba el punto de
vista burgués, fue igualmente cuestionada por los pensadores socialistas.
Escribiendo en 1857-58, Marx afirmó:
«¡Trabajarás con el
sudor de tu frente! fue la maldición que Jehová lanzó a Adán. Y esto es el trabajo
para Smith, una maldición. La “tranquilidad” aparece como el estado adecuado,
como idéntico a “libertad” y “felicidad”. Smith no parece tener en cuenta que
el individuo, “en su estado normal de salud, vigor, actividad, habilidad,
destreza”, también necesita una porción normal de trabajo y de suspensión de la
tranquilidad. [...] Tiene razón, por supuesto, en que en sus formas históricas
de trabajo esclavo, trabajo servil y trabajo asalariado, el trabajo se presenta
siempre como algo repulsivo, siempre como trabajo forzado, impuesto desde el
exterior; frente a lo cual el no-trabajo aparece como “libertad y felicidad”.
[...] [En tales formaciones sociales] el trabajo [...] aún no ha creado las
condiciones subjetivas y objetivas [...] en las que el trabajo se convierte en
trabajo atractivo, en la autorrealización del individuo. [...] En fin, A. Smith
solo tiene en mente a los esclavos del capital».
Marx está
explicando que la idea de Smith de la libertad como “no-trabajo”, lejos de ser
una verdad inmutable, es el producto de condiciones históricas específicas, las
del trabajo asalariado desarrollado en condiciones de explotación. “El trabajo
se convierte en trabajo atractivo”, para Marx, solo en circunstancias de no
alienación, cuando ya no es una mercancía. Esto requiere formas nuevas y
superiores de producción social bajo el control de los productores asociados.
Todo esto tiene sus raíces, por supuesto, en la poderosa crítica del joven Marx
al trabajo alienado en sus Manuscritos
económicos y filosóficos de 1844. Para
Marx, los seres humanos son fundamentalmente seres corporales. Disociar la
humanidad de las relaciones materiales de los hombres, separando radicalmente
el trabajo intelectual del trabajo manual, es la forma de perpetuar la
alienación humana.
El utopismo socialista: Bellamy y Morris
Si bien era
esperable que los socialistas rechazaran la visión hegemónica de las relaciones
de trabajo propias del capitalismo, la medida en que esto se tradujo en
concepciones de las relaciones de trabajo realmente diferentes de las del status quo varió
de forma significativa dentro de la misma literatura socialista. Veamos esto
con cierto detalle. Mirando
atrás, de Edward Bellamy, una obra de 1888 poco leída actualmente,
fue el libro más popular de su época, solo superado por La cabaña del tío Tom y Ben-Hur,
vendiendo millones de ejemplares y siendo traducido a más de veinte idiomas.
Erich Fromm relata, por ejemplo, que en 1935 “tres destacadas personalidades,
Charles Beard, John Dewey y Edward Weeks”, consideraron (por separado) que la
novela de Bellamy era el segundo libro más influyente del medio siglo anterior,
solo superado por El
Capital de Marx.
La novela utópica
de Bellamy apareció en un período de rápida expansión económica,
industrialización y concentración de capital en los Estados Unidos. El
protagonista, Julian West, se despierta en Boston en el año 2000 para descubrir
una sociedad completamente transformada, en un sentido socialista. Las
políticas implementadas para crear confianza en la Edad Dorada habían llevado a
la creación de una empresa monopolística gigante que, al ser después
nacionalizada, había situado la economía bajo el control absoluto del Estado.
El resultado es una sociedad altamente organizada e igualitaria. Se requiere a
todos los individuos que se unan al ejército de trabajadores a los veintiún
años, pasen tres años contribuyendo como trabajadores comunes, y luego avancen
a una ocupación cualificada, con trabajo obligatorio hasta los cuarenta y cinco
años. Después de esto, cada ciudadano puede aspirar a convertirse en un hombre
o una mujer de ocio. En esta sociedad ideada por Bellamy, el trabajo se concibe
todavía como un sufrimiento, no como un placer, y el objetivo final es
trascenderlo.
William Morris, que
era entonces el principal impulsor de la Liga Socialista con sede en Londres,
escribió una reseña muy crítica del libro de Bellamy, centrándose en sus
descripciones del trabajo y del ocio. En 1890 publicó su propia novela utópica
socialista, Noticias
de ninguna parte, que presentaba una visión del trabajo muy
diferente. Morris, en palabras de E. P. Thompson, “era un utopista comunista,
con toda la fuerza de la tradición romántica detrás de él”. Las principales
influencias en su comprensión del papel del trabajo en la sociedad eran Fourier,
Ruskin y Marx, quienes habían criticado, aunque desde perspectivas políticas
marcadamente distintas, la división del trabajo y las relaciones de trabajo
distorsionadas y alienantes bajo el capitalismo. De Fourier, Morris tomó la
idea de que el trabajo podía estructurarse de manera que fuera placentero. De Ruskin adoptó la idea de que las
artes decorativas y la arquitectura de la Baja Edad Media reflejaban las
condiciones en las que los artesanos habían vivido y trabajado: en su opinión,
estas circunstancias les habían permitido canalizar, de forma libre, sus
pensamientos espontáneos, sus creencias y sus ideas estéticas en todo lo que
hicieron. Como escribió Thompson, “Ruskin [...] fue el primero en señalar que
el placer de los hombres por el trabajo que les da de comer constituye el
cimiento mismo de la sociedad, y en relacionar esto con toda su crítica de las
artes”. De Marx, Morris tomó la crítica histórico-materialista de la
explotación en el trabajo, que está en la raíz de la sociedad de clases capitalista.
La síntesis
resultante llevó a la famosa idea de Morris de que “El arte es la expresión de
la alegría del hombre en el trabajo”. El trabajo creativo, argumentó, es
esencial para los seres humanos, que deben “estar haciendo algo o creer que
están haciéndolo”. Estudiando la conexión histórica entre el arte y el trabajo
en la época preindustrial, Morris sostuvo que “todos los hombres que han dejado
algún rastro de su existencia detrás de ellos han practicado el arte”. Siempre
hay un “placer sensible” concreto en el trabajo, en la medida en que es arte, y
lo mismo en el arte, en la medida en que es trabajo no alienado; y este placer
aumenta “en proporción a la libertad y la individualidad del trabajo”. El
objetivo principal de la sociedad debería ser la maximización del placer en el
trabajo, a fin de satisfacer las necesidades humanas genuinas. Es “la falta de
este placer en el trabajo diario” bajo el capitalismo, observa Morris, “lo que
ha hecho de nuestras ciudades y viviendas insultos sórdidos y horribles a la
belleza de la Tierra, a la cual desfiguran, y lo que ha convertido a todos los
accesorios de la vida en algo miserable, trivial, feo”.
Morris criticó el
desperdicio de trabajo dedicado a producir cantidades inagotables de productos
inútiles, como “alambre de púas, armas de 100 toneladas y paneles publicitarios
que afean el paisaje a lo largo de las vías ferroviarias, entre otras cosas”.
También criticó las “mercancías adulteradas”, que echan a perder vidas humanas
y contaminan, además, el entorno natural y social.
Los ejemplos de
Morris estaban bien escogidos. “Alambre de púas” y “armas de 100 toneladas”
eran metonimias de la guerra imperial británica y la producción de armas que
esta acarreaba. (A día de hoy, los Estados Unidos gastan más de un billón de
dólares al año en gastos militares reales, aunque la cifra oficial sea menor). La referencia a los “paneles
publicitarios” aludía a todo el fenómeno, más amplio, de la publicidad. (Hoy en
día se gasta más de un billón de dólares en publicidad en los Estados Unidos). Finalmente,
con su referencia a las “mercancías adulteradas”, Morris estaba señalando el
problema de la adulteración de alimentos, pero también el desarrollo de
aditivos ―estrategias empleadas, ambas, para reducir los costos y aumentar las
ventas―, así como la producción de diversos productos de mala calidad,
caracterizados por lo que ahora se llama obsolescencia programada.
(Actualmente, la penetración de las estrategias publicitarias en el diseño de
la producción afecta a casi todas las mercancías).
Desde el punto de
vista de Morris, la producción de bienes que no contribuyen a la reproducción
social o que son dañinos es un desperdicio de trabajo humano. Afirmó, por
ejemplo: “piensen, les ruego, en la producción de Inglaterra, el taller del
mundo: ¿acaso no les produce desconcierto, como a mí, pensar en la cantidad de
cosas que ningún hombre en su sano juicio podría desear, pero que con inútil
esfuerzo nos dedicamos a fabricar y vender?”
Al criticar tal
tipo de producción, por su despilfarro, falta de valor estético y alienación
laboral, Morris no pretendía atacar la mecanización de la producción como tal.
Estaba señalando, más bien, la necesidad de que la producción se organizase de
tal forma que el ser humano no se redujese a ser, como había dicho Marx, un
“apéndice de una máquina”. Como dijo el propio Morris, el trabajador resulta
degradado en la sociedad capitalista industrial, de forma que no es “ni tan siquiera
una máquina, sino una porción calculada de esa máquina grande y casi milagrosa
que es la fábrica”.
En palabras
similares a las empleadas por Marx al tratar la cuestión del trabajo alienado
en los Manuscritos
económicos y filosóficos de 1844, Morris afirmó en su conferencia
de 1888 “Art and its producers” que los intereses vitales del obrero “están
divorciados del objeto de su trabajo”.
“El trabajo del
proletario se ha convertido en “empleo”, es decir, en la mera oportunidad de
ganarse la vida gracias a la voluntad de otra persona. Los intereses que guían
la producción de mercancías en este sistema se han alejado completamente de los
del obrero ordinario, y responden únicamente a los de los organizadores de su
trabajo; además, estos intereses tienen generalmente poco que ver con la
producción de mercancías, en tanto que cosas destinadas a ser manejadas,
observadas, usadas… se reducen, en cambio, al intento de posicionarse bien en
el gran juego del mercado mundial”.
Para Morris, la
visión de Bellamy era “puramente moderna, ahistórica, poco artística”.
Representaba el ideal del “profesional de clase media” que, en el utópico
Boston de Mirando
atrás, está al alcance de todos después de unos años de trabajo
ordinario. “La imagen que provoca [Bellamy] es la de un gran ejército
permanente, firmemente organizado, obligado por un misterioso destino a
producir mercancías de forma ansiosa e incesante, y satisfacer así cualquier
capricho, por derrochador y absurdo que pueda ser”.
En agudo contraste,
para Morris “el ideal del futuro no apunta a la disminución de la energía del
hombre mediante la reducción del trabajo al mínimo, sino más bien a la
reducción del sufrimiento en el trabajo a un mínimo, tan pequeño que el trabajo
dejará de ser pesado”. En su visión, no hay ninguna barrera para que el trabajo
sea creativo y artístico, porque la producción no está determinada por un
concepto estrecho de productividad, orientado a las ganancias capitalistas. La
utopía de Bellamy, con su amortiguado “semi-fatalismo económico”, se preocupaba
“innecesariamente” por la búsqueda de “algún incentivo para trabajar, que
pudiese reemplazar el miedo al hambre, que es actualmente el único, cuando en
realidad el verdadero incentivo al trabajo útil y feliz no puede ser otro que
el placer en el trabajo mismo”.
Noticias de ninguna parte transformó estas críticas de Morris a
Bellamy en una visión utópica alternativa. Un hombre llamado William ―a quien
aquellos que va conociendo llaman William Guest― se despierta de un sueño
(aunque se deja intencionalmente ambiguo si todavía está soñando) y aparece en
Londres a principios del siglo XXII, alrededor de un siglo y medio después de
un estallido revolucionario en la década de 1950, que condujo a la creación de
una sociedad comunal socialista. En la utopía de Morris, la tecnología se usa
para reducir el trabajo tedioso, pero no para restarle importancia al trabajo
en general. La producción está orientada a la satisfacción de necesidades
genuinas y a la creación artística. Existen nuevas formas de producción de
energía, menos destructivas, y la contaminación ha sido erradicada. Los
trabajadores habían permanecido atados, al principio, a la visión mecanicista
del trabajo, pero después del Gran Cambio, “bajo la apariencia de placer que no
se suponía que era trabajo, el trabajo que era placer comenzó a desplazar al
trabajo mecánico. [...] las máquinas no podían producir obras de arte y [...]
las obras de arte eran cada vez más demandadas”. Se demostró que el arte y la
ciencia eran “inagotables”, al igual que las posibilidades de la creatividad
humana a través del trabajo significativo, desplazando así a la producción
capitalista anterior, que fabricaba “una gran cantidad de cosas inútiles”.
Actualmente, a
muchos les puede resultar extraña, sin duda, esta “crítica artística”,
pintoresca y moralizante, del capitalismo. Pensadores como Luc Boltanski y Éve
Chiapello ven la actual ausencia de críticas de este tipo, representadas en el
pasado por figuras tan diversas como Morris o Charles Baudelaire, como una de
las principales consecuencias de la flexibilidad postfordista de finales del
siglo XX. El “nuevo espíritu del capitalismo”, argumentan, implica una
integración generalizada de las formas artísticas en la producción capitalista.
La debilidad del
análisis de Boltanski y Chiapello radica en que mezclan las apariencias de
superficie con los problemas estructurales. Caen presos del fetichismo de las
mercancías en sus formas más nuevas y de moda, sin explicar adecuadamente hasta
qué punto la “crítica artística” y la “crítica social” están inextricablemente
conectadas y en qué medida existen, en ambas dimensiones, obstáculos
infranqueables dentro del sistema capitalista. Así las cosas, parece que tras
la crisis del capitalismo global de 2008-09, las críticas clásicas ―tanto
sociales como artísticas― de la alienación y la explotación, representadas por
Marx o Morris, son más necesarias que nunca.
Un punto fuerte de
la visión del trabajo de Morris en Noticias
de ninguna parteradica en la relativa igualdad de género existente
en el centro de trabajo. La figura del maestro artesano aparece una única vez
en toda la novela, en un capítulo titulado “Los disidentes obstinados”, y esa
posición es ocupada por una mujer, la señora Philippa, una talladora de piedra
y albañil. Aunque el capataz es hombre, es Philippa quien decide cuándo y cómo
se lleva a cabo el trabajo. Su hija también es talladora de piedra, mientras
que un joven sirve la comida. La división del trabajo, en la sociedad ideada
por Morris, ya no está estrictamente relacionada con el género (aunque, al
abordar esta cuestión, Morris incorpora algunas contradicciones de forma
intencional, representando un mundo que todavía está en proceso de cambio).
Al igual que Marx,
Morris acompañó su análisis sobre la posibilidad de un trabajo creativo y no
alienado con cuestiones ecológicas, viendo con claridad que la degradación de
las relaciones laborales humanas y la degradación de la naturaleza están
inseparablemente conectadas. Marx llegó a comparar la propiedad de la tierra
con la propiedad sobre los seres humanos, afirmando que ambas son irracionales,
pues conducen a la explotación de unos hombres por otros y a la destrucción de
la naturaleza. Del mismo modo, para Morris, en la sociedad capitalista ―como
dice Clara en Noticias
de ninguna parte― la gente buscaba “hacer a la ‘naturaleza’ su
esclava, ya que pensaban que la ‘naturaleza’ era algo que estaba fuera de
ellos”. Morris argumentó, además, que la producción de carbón debería reducirse
a la mitad, por ser un trabajo que debilita a la humanidad y destruye la salud
de los seres humanos, pero también por la contaminación masiva que genera. Una
sociedad más racional sería aquella que realizase recortes profundos en la
producción de carbón, mientras profundiza en la satisfacción de las necesidades
humanas, abriendo nuevos espacios para el progreso humano.
La crítica de la división del trabajo
Marx y Morris
argumentaron que la repulsión hacia el trabajo en la sociedad burguesa se debe
a la organización alienante del trabajo, en una visión que combinaba la crítica
estética del capitalismo con la crítica político-económica. Desde las primeras
civilizaciones humanas, e incluso antes, las divisiones del trabajo se
establecieron entre el género masculino y el femenino, entre la ciudad y el
campo, y entre el trabajo intelectual y el trabajo manual. El capitalismo
extendió y profundizó esta división desigual, dándole una forma aún más
alienante, al separar a los trabajadores de los medios de producción e imponer
un régimen laboral rígidamente jerárquico que no solo divide a los trabajadores
en función de las tareas que realizan, sino que fragmenta al propio individuo.
Esta profunda división del trabajo es la base sobre la que la clase capitalista
garantiza el orden social. Derrocar el régimen del capital significa, ante
todo, trascender el extrañamiento en el trabajo y crear una sociedad
profundamente igualitaria basada en la organización colectiva del trabajo por
parte de productores asociados.
La crítica a la
división del trabajo bajo el capitalismo no fue un elemento menor para Morris,
como tampoco lo fue para Marx. En una traducción libre de la edición francesa
de El Capital,
Morris escribió: “No es solo el trabajo el que se divide, subdivide y reparte
entre diversos hombres: es el hombre mismo el que se escinde, transformándose
en el resorte automático de una operación única y repetitiva”. Morris, que se lamentaba también de la
“transformación del operario en una máquina”, vio esto como la esencia de la
crítica socialista (y romántica) del proceso de trabajo capitalista.
Estos temas volvieron
a aparecer, una vez más, a finales del siglo XX, en la obra de Harry Braverman El trabajo y el capital
monopolista: la degradación del trabajo en el siglo XX (1974). Braverman documentó la forma
en que el ascenso de la gestión científica del trabajo bajo el capitalismo
monopolista, implementada en base a las aportaciones de Frederick Winslow
Taylor en Los
principios de la administración científica, había convertido la
“subsunción formal del trabajo en el capital” en un proceso material real. La
centralización del conocimiento y el control tecnocrático del proceso de
trabajo permitieron una enorme extensión de la división del trabajo y, en
consecuencia, mayores ganancias para el capital. Lo que Braverman llamó la
generalizada “degradación del trabajo bajo el capitalismo monopolista”
constituyó la base material de la creciente alienación y pérdida de
cualificación que se extendieron en el mundo laboral para la gran mayoría de la
población.
Sin embargo, la
evolución de la tecnología y de las capacidades humanas apuntaban hacia nuevas
posibilidades revolucionarias, que estaban más en sintonía con Marx que con
Smith. Como Braverman escribió:
“La tecnología
moderna, de hecho, tiene una poderosa tendencia a romper las antiguas
divisiones del trabajo, volviendo a unificar los procesos de producción. [...]
Los alfileres de Adam Smith, por ejemplo, ya no los hace un trabajador que
estira los alambres, otro que corta las medidas, un tercero que da forma a las
cabezas, un cuarto que las fija a los alfileres, un quinto que afila la punta,
un sexto que les da un baño de estaño y los blanquea, el de más allá que los
coloca en un papel, etc. El proceso total se reunifica en un sola máquina, que
transforma grandes rollos de alambre en millones de alfileres, preparados en su
papel y listos para la venta. […] El proceso reunificado, en el cual la
ejecución de todos los pasos corresponde al mecanismo operativo de una sola
máquina, parece casar bien con un colectivo de productores asociados, ninguno
de los cuales debería dedicar toda su vida a una sola función, siendo posible
que todos ellos participaran en la ingeniería, diseño, mejora, reparación y
puesta en marcha de máquinas cada vez más productivas. Tal sistema no
implicaría pérdida de productividad y representaría la reunificación de la
fábrica en un cuerpo de trabajadores muy superior a los antiguos artesanos. En
definitiva: los trabajadores pueden convertirse hoy en maestros de la
tecnología que manejan y controlar el proceso productivo desde el terreno de la
ingeniería, y pueden, además, distribuir entre ellos de manera equitativa las
diversas tareas relacionadas con esta forma de producción, que se ha vuelto tan
fácil y automática”.
Para Braverman, el
desarrollo tanto de la tecnología como del conocimiento y capacidades humanas,
junto con la automatización, permiten una relación más completa y creativa del
trabajador con respecto al proceso de trabajo, en contraste con la extrema
división del trabajo que caracteriza a un sistema capitalista basado únicamente
en la acumulación de beneficios. Esto abre nuevos horizontes para el trabajo no
alienado y el desarrollo de destrezas en el puesto de trabajo, recuperando, a
un nivel superior, lo que se ha perdido con la desaparición del trabajador
artesanal. Pero hacer de esta posibilidad una realidad efectiva requiere un
cambio social radical.
Un aspecto clave de
la obra de Braverman era la crítica al marxismo, en la forma en que este se
había desarrollado en la Unión Soviética, donde habían surgido entornos de
trabajo degradado similares a los del capitalismo, pero sin la coacción del
desempleo, lo que resultaba en problemas crónicos de productividad. Lenin había
abogado por la adaptación de algunos aspectos de la gestión científica de
Taylor en la industria soviética, alegando que combinaba “la refinada
brutalidad de la explotación burguesa y algunos de los mayores logros
científicos en su campo”. Los planificadores soviéticos posteriores hicieron
caso omiso de los elementos más críticos de la propuesta de Lenin e implementaron
un taylorismo puro, reproduciendo así los métodos más crudos de la organización
del trabajo capitalista.
En la URSS y en la
izquierda en general, la crítica de Marx (y Morris) al proceso de trabajo
capitalista fue en gran parte olvidada, y el horizonte de progreso se vio
reducido a mejoras relativamente menores en las condiciones de trabajo, a un
cierto grado de “control obrero” y a la planificación centralizada de la
economía. “Las similitudes entre las prácticas soviéticas y las propias del
capitalismo”, escribió Braverman, “pueden conducir a la conclusión de que no
hay otra manera de organizar la industria moderna” ―una conclusión que, sin
embargo, va en contra del verdadero potencial contenido en la tecnología
moderna para el desarrollo de las capacidades y necesidades humanas―. Para Braverman, la alienación y la
degradación del trabajo no son inherentes a las relaciones de trabajo modernas,
sino que son el resultado de priorizar, por encima de cualquier otra cosa, el
beneficio y el crecimiento; una vía, esta, que al ser parcialmente imitada en
la Unión Soviética, socavó la inicial promesa de liberación contenida en la
revolución.
Un mundo de trabajo creativo
Lo anterior sugiere
que la esencia de una futura sociedad socialista sostenible debe ubicarse en el
proceso de trabajo ―dicho en términos de Marx: debe girar en torno a la
cuestión del metabolismo naturaleza-sociedad―. Las visiones de un futuro
postcapitalista que giran en torno a la expansión del tiempo de ocio y la
prosperidad general, sin abordar la necesidad de un trabajo con sentido, están
destinadas a fracasar.
Sin embargo, hoy en
día la mayoría de las representaciones de una sociedad futura sostenible toman
el trabajo y la producción como dimensiones absolutamente determinadas por la
economía y la tecnología, o simplemente como realidades que irán siendo
desplazadas por la automatización. En consecuencia, la maximización del ocio
aparece como el objetivo más elevado de la sociedad, a menudo acompañado de la
garantía de algún tipo de renta básica. Esto se puede ver en los trabajos de
teóricos como Serge Latouche o André Gorz. El primero define el
“decrecimiento”, del cual es un destacado defensor, como una formación social
“más allá de la sociedad basada en el trabajo”. Despacha rápidamente los argumentos
de aquella izquierda que aboga por el desarrollo de una sociedad en la que el
trabajo asuma un papel más creativo, tildándolos de “propaganda pro-trabajo”.
Es partidario, en cambio, de una sociedad en la que “el ocio y el juego tengan
tanto valor como el trabajo”.
Los primeros
análisis ecosocialistas de Gorz adoptan una postura similar. En su libro Los caminos del paraíso (1983), subtitulado (en la traducción
inglesa) Sobre la
liberación del trabajo, regresa a la noción aristocrática de
Aristóteles, según la cual la vida es más gratificante fuera del ámbito mundano
del trabajo. Gorz prevé una gran reducción del tiempo de trabajo ―“el fin de la
sociedad del trabajo”―, calculando que los empleados trabajarán solamente mil
horas al año, en el transcurso de veinte años de vida laboral. Esta reducción
del tiempo de trabajo formal planteada por Gorz, según él inevitable en una
sociedad futura, es la idea de una sociedad en la que todos somos pequeño
burgueses ―gracias a la “revolución microelectrónica” y a la automatización―,
como explicaremos enseguida.
Las relaciones de
trabajo estándar, tal como se conciben en Los
caminos del paraíso, estarían dominadas por la automatización, y la
reducción resultante de las horas de trabajo permitiría compartir los trabajos
más divertidos y profesionales entre más personas. Sin embargo, todo esto ocupa
un lugar secundario: lo más importante es la promesa de un gran aumento del
tiempo libre, permitiendo a las personas participar en todo tipo de actividades
autónomas, concebidas como actividades de ocio individual y de producción
doméstica, y no en términos de trabajo asociado. El centro de trabajo
capitalista sigue organizándose en base a la administración científica
taylorista, mientras que las cuestiones más complejas relacionadas con la
automatización y la degradación del trabajo apenas se examinan. La libertad es
vista como no-trabajo, en la forma de puro ocio, o como producción casera o
informal. El punto de vista socialista alternativo, que pone el foco en la
transformación del trabajo mismo en una sociedad futura, es descartado
rotundamente como un dogma de “los discípulos de la religión del trabajo”.
Lo relevante es
darse cuenta de que este tipo de proyecciones acerca de la sociedad capitalista
avanzada, basadas en la automatización y la robotización ―y que con frecuencia
se consideran representativas de tendencias teleológicas inevitables,
provocando discusiones sobre “un mundo sin trabajo”―, no concuerdan con una
concepción de la economía y la sociedad en estado estacionario, donde los seres
humanos no serían apéndices de las máquinas ni sus siervos. El fatalismo hoy
dominante no está suficientemente cimentado en una crítica de las
contradicciones capitalistas contemporáneas. Es posible afirmar, por ejemplo, y
a diferencia de lo que suele suponerse, que en la economía política actual la
productividad no es demasiado baja, sino demasiado alta. El mero desarrollo
cuantitativo ―medido en términos de crecimiento del PIB― ya no es el desafío
clave si se quieren satisfacer las necesidades sociales. En una sociedad más
racional y próspera, como argumentan Robert W. McChesney y John Nichols en People Get Ready, se
enfatizarían los aspectos cualitativos de las condiciones de trabajo. Las relaciones laborales se verían
como una base de igualdad y sociabilidad, en lugar de desigualdad y
asocialidad. Los empleos repetitivos y poco cualificados serían reemplazados
por formas de empleo activo, que pudieran contribuir al desarrollo humano
integral. La tecnología, que constituye un valioso conjunto de conocimientos
históricamente acumulados, se utilizaría para la promoción del progreso social sostenible,
en lugar de para aumentar las ganancias y la concentración de capital de unos
pocos.
Los seres humanos
no solo necesitan un trabajo creativo en sus roles como individuos, sino que
también lo necesitan en sus roles sociales, ya que el trabajo es un elemento
constitutivo de la sociedad misma. Un mundo en el que la mayoría de la gente se
retira de las actividades laborales, como sucede en la novela futurista de Kurt
Vonnegut, La
pianola, sería poco más que una distopía. El fin del trabajo, al
que se aspira en muchas proyecciones de futuro, solo podría conducir a una
especie de alienación absoluta: supondría alejarnos del núcleo de nuestra
“actividad vital”, la que nos hace seres humanos, agentes transformadores que
interactúan con la naturaleza. Abolir el trabajo constituiría una ruptura con
nuestra existencia objetiva en su forma más significativa, activa y creativa
―una ruptura con la propia especie humana―.
La incapacidad de
la que adolecen algunas visiones de una prosperidad sostenible para entender
todo el potencial del trabajo humano libremente asociado socava, además, las (a
menudo valientes) críticas al crecimiento económico que caracterizan al
ecologismo radical actual. La desgraciada consecuencia es que muchos de los
argumentos a favor de una sociedad próspera sin crecimiento tienen más en común
con Bellamy que con Morris (o con Marx), ya que se centran casi exclusivamente
en la expansión del ocio como no trabajo, mientras que minimizan las
posibilidades productivas y creativas de la especie humana. En verdad, es
imposible imaginar un futuro viable que no se centre en la metamorfosis del
trabajo en sí mismo. Para Morris, como hemos visto, el arte y la ciencia son
los dos ámbitos “inagotables” de la creatividad humana, en los que todas las
personas podrían participar activamente en un contexto de trabajo humano
asociado.
En una sociedad
socialista futura, caracterizada por una prosperidad sostenible, que
reconociera los límites materiales de la Tierra como su principio esencial - de acuerdo con la máxima de Epicuro, según
la cual “la riqueza, sin límites, es una gran pobreza”―, sería crucial concebir
nuevas relaciones de trabajo, social y ecológicamente reproductivas. La idea
heredada de que la maximización del ocio, el lujo y el consumo es el objetivo
principal del progreso humano, y de que la gente se negará a producir si no
está sujeta a la coacción o impulsada por la codicia, pierde gran parte de su
fuerza a la luz de las contradicciones cada vez más profundas de nuestra
sociedad sobre-productora y excesivamente consumista. Esta visión hegemónica va
en contra de nuestros conocimientos antropológicos con respecto a muchas
culturas precapitalistas y está lejos de constituir una concepción realista de
la naturaleza humana, que tenga en cuenta la evolución histórica de los seres
humanos en tanto que animales sociales. La motivación de cada uno para crear y
contribuir a la reproducción social de la humanidad, junto con las normas
superiores resultantes del trabajo colectivo, proporcionan estímulos poderosos
para continuar el libre desarrollo humano. La crisis universal de nuestro
tiempo necesita una época de cambio revolucionario intransigente; uno destinado
a aprovechar la energía humana para el trabajo creativo y socialmente
productivo en un mundo ecológicamente sostenible y sustantivamente igualitario.
Al final, no hay otra manera de concebir una prosperidad verdaderamente
sostenible.
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